Prisioneros de la posverdad (2)

    De modo imperceptible, hemos venido acostumbrándonos a que la realidad es lo que aparece en la ventanita de nuestro celular o en alguna de las pantallas frente a las que nos pasamos una buena parte del día y la noche. El mundo -decíamos- se ha vuelto información y aunque esto implique que estamos en condiciones de conocer lo que ocurre, los llamados “hechos” en cualquier sitio del planeta casi de manera instantánea, lo que podría ser reconocido como una ventaja, también tiene una faceta peligrosa, pues, contra lo que se dice, los hechos no hablan por sí mismos, son inevitablemente presentados.

    ¿Qué significa que los hechos sean presentados? Pues que tal y como ocurre en la fotografía: el fotógrafo elige un ángulo, un encuadre y el momento del disparo, así sucede cuando la realidad es información: el informador elige el ángulo, el momento y el encuadre, y entonces los hechos no son los hechos, sino los hechos seleccionados por el informador.

    En un modelo ideal, el informador debería ser lo más objetivo posible aludiendo a los otros puntos de vista que complementan su enfoque personal, así como intentar cubrir lo que ha quedado fuera de su encuadre o, dicho de manera muy simple, debería evitar el sesgo que adquieren los hechos por ser presentados. En la práctica real este esfuerzo de objetividad rara vez ocurre, y los hechos son presentados precisamente como si los hechos hablaran por sí mismos.

    Hoy, decíamos, lo que no pasa por los medios o por las redes sociales no existe, la realidad se ha vuelto información: vivimos en un mundo compuesto por comunicados y todos estamos convencidos de que las cosas ya no son en sí mismas sino lo que sabemos de ellas, lo que creemos saber de ellas: el mundo y su color es el punto de vista de cada quien.

    Ante el caleidoscopio de la realidad, añoro la verdad; no la complicada, sofisticada y sutil verdad metafísica, sino la verdad práctica, incompleta, perfectible, esa verdad que tienen los expertos. Añoro la posibilidad de contar con un referente de autoridad, pues son tantas las facetas del mundo que confieso abiertamente que soy un lego en infinidad de asuntos, que hay quienes saben mejor que yo lo que ocurre y por qué ocurre en muchísimos campos. Sin embargo, todos los días escucho en los medios el demagógico eslogan de que yo, tú, él, cualquiera: tiene una mejor opinión sobre el tema y no importa si se habla de nanología, mecánica cuántica, finanzas, economía o estrategias para anotar goles: “Salvo su mejor opinión”, “porque usted tiene la última palabra”.

    En mitad de todo esto es tan sencillo que nazca y crezca la posverdad, y no solo la posverdad de los timoratos que se creen portadores de ideas geniales, sino la posverdad intencional, la que promueven grupos de interés, con equipos robotizados que inundan los medios con sus machacones enfoques y que, después de mil veces de oírlos, verlos, quedar sobreinformado, uno comienza a creer que efectivamente eso que se dice es cierto, eso que se dice es lo que es.

    Ya lo había planteado Francis Bacon en el Siglo 17: “La única verdad que los hombres admiten es la que desean y por eso se arman una ciencia muy a su gusto”. Lo que en el Siglo 17 no podía ni remotamente sospecharse era la existencia de una tecnología informativa poderosísima como la que tenemos en el Siglo 21. Hoy lo que se desea se ha vuelto la jaula donde habitamos prisioneros de la posverdad.

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