El silencio no ha sido, muchas veces, bien comprendido. En ocasiones se considera una falta o defecto, cuando lo que sucede es que rebasa completamente lo que podemos expresar con palabras. No es, pues, un simple vacío, sino la galaxia de una plenitud.
Quienes han buscado reflexionar a profundidad sobre su ser, actuar y acontecer, lo han hecho siempre acompañados del binomio de soledad y silencio. En efecto, se busca interiorizarse lo más plenamente posible, y ésta compenetración no se logra en medio del fragor cotidiano.
No estamos hablando exclusivamente de los místicos, anacoretas y monjes que se retiran lejos del mundanal ruido para dedicarse por completo a la meditación y oración. No, no referimos al silencio necesario para lograr la concentración en cualquier actividad que se esté realizando, desde el estudio hasta cualquier otra tarea que implique cuidado o alto riesgo.
De hecho, la sociedad actual desdeña casi totalmente el silencio, pues nos movemos al frenético ritmo del ruido y del estruendo; como dice un conocido refrán: “mucho ruido y pocas nueces”, que es también el nombre de una de las famosas comedias de Shakespeare, protagonizada por los personajes de Beatriz y Benedicto.
Sí, el silencio, y no el estruendo, es necesario para la intimidad y fecundidad. Del silencio nace la palabra, además de ser elemento imprescindible para la correcta articulación de cada una de ellas, porque el silencio es por su misma naturaleza totalmente elocuente, como subrayó García Lorca en su poema Elegía del silencio:
“Huyendo del sonido eres sonido mismo. Espectro de armonía, humo de grito y canto. Vienes para decirnos en las noches oscuras la palabra infinita sin aliento y sin labios”.
La profundidad del silencio nos purifica, renueva y ayuda a encontrar el sentido de la vida.
¿Profundizo mi silencio?