Muchos son los caminos de la literatura: todos llevan a una cima, pero no siempre los caminantes y los escritores los recorren completos. Cada sendero puede ser de una temática diferente y un método distinto.
Existe una escritura que viene de la reflexión del dolor: surge de la herida abierta que vuelve tinta, frase y oración con todo aquello que se sublima por ese fuego interno.
Hace unos días, vino a Sinaloa el escritor Rafael Pérez Gay, acompañando al ensayista mochitense Juan Eduardo Martínez Leyva, quien vino a presentar su libro “Mitos clásicos y sueños públicos” (Editorial Cal y Arena), y su presencia y reencuentro me hizo releer su libro “El cerebro de mi hermano”, libro que trata del tema de las heridas que dan el dolor y la enfermedad de un familiar cercano.
En “El cerebro de mi hermano”, de Rafael Pérez Gay, hemos topado con un viaje hacia ese laberinto del encéfalo que todos llevamos dentro, vuelto nudo gordiano de venas y neuronas, en silenciosa tempestad y bruma que forman el alma y la conciencia.
La escritura nacida de esa búsqueda interior, necesariamente, aterriza en los puntos más duros o febriles de un individuo en pugna. Y también nos presenta la mejor tomografía del inconsciente, si la buscamos dejando el significado médico para acudir a la raíz helénica de dicha palabra, los significados de “cortar” y “escribir”: tomo y grafía.
Aquello que duele, templa y fortalece. Escribir, aunque sea para uno mismo, puede ayudar a ver las cosas con claridad o darlas por concluidas. Si no es así, auxilia a pasar a la siguiente página.
Antes del hallazgo del psicoanálisis o los grupos de ayuda, el ser humano tenía como recursos la evasión, la religión o la escritura. Todavía Jung en el Siglo 20 proponía que la verdadera terapia era aquello que se acercaba a lo sagrado.
Nuestra fe en la delegación vienesa nos hizo creer que la respuesta al dolor interno era el psicoanálisis, ese nuevo confesionario laico, y nos hizo desconfiar de las drogas. Aun las personas que las consumían de manera recreativa, dudaban en usarlas para aclarar los meandros y estalagmitas nacidos en su mente.
A los mexicanos, a diferencia de los estadounidenses, no nos gusta tomar medicinas... por eso las mejores panaceas que triunfan aquí son aquellas que viene vestidas de licuados o productos herbales, antes que los nuevos ansiolíticos de diseño.
Un médico me decía que combatir una depresión sin medicamento hoy es como querer escribir un libro en máquina de escribir e imprimirlo con tipos movibles.
Eso es parte de la revelación que vemos en el libro de Rafael Pérez Gay: por años el personaje creyó que sus problemas se resolverían con el psicoanálisis, pero finalmente resultó que todo venía de una deficiencia química. ¿Cuántos casos hay así en este País y el orbe reacios a esas formas de terapia? ¿Cuál es el nuevo umbral en la búsqueda de encontrar los desequilibrios y el proceso de la inmediatez de la muerte?
Ese fue el caso del hermano de Rafael, el gran ensayista José María Pérez Gay, quien fuera director de Canal 22 en uno de sus mejores momentos.
“El verdadero dolor, el que nos hace sufrir profundamente, hace a veces serio y constante hasta al hombre irreflexivo; incluso los pobres de espíritu se vuelven más inteligentes después de un gran dolor,“ dijo Fedor Dostoievski.
Este documento humano recibió en su momento el Premio Mazatlán de Literatura -otorgado por el Ayuntamiento de Mazatlán y la Universidad Autónoma de Sinaloa-, y es para mí una visión al laberinto de la realidad que muchos mexicanos hoy llevamos dentro; el drama de la difícil relación que a veces ocurre entre dos hermanos, dos universos, dos hemisferios unidos por un mismo corte profundo y una escritura luminosa, viva, erigida con inteligencia.
Aquí hemos topado con un ascenso hacia esa catacumba de la memoria que todos llevamos dentro, nudo gordiano de venas y neuronas, silenciosa tempestad de bruma que forma al alma, la conciencia y sus misterios.
No es un libro de terapia ni autoayuda deliberado, pero es una fascinante y dura crónica de un proceso esencialmente humano y muy personal.
Además, toda la buena literatura es un acto de redención y auténtica autoayuda liberadora.