Rayuela a los sesenta

EL OCTAVO DÍA
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    El inicio en verdad es un poco triste, incluso deprimente, y tal vez eso me desarmó en un principio. Ya vencida esa objeción me dejé llevar por el ritmo sincopado de la novela, que ocurría en un París lleno de exiliados latinoamericanos y podía leerse de forma normal o seguir un tablero de direcciones en un orden distinto.

    El pasado 28 de junio, una novela clásica - renovadora y experimental - titulada “Rayuela” y escrita por el argentino Julio Cortázar, cumplió 60 años.

    Por esa extraña fijación que tenemos con los números decimales, éste año hubo menos fastos, recordatorios y congresos, como cuando cumplió 50, o sea, su primer medio siglo.

    Hasta se hizo una edición conmemorativa con prólogos doctorales y pasta dura, tal como se han hecho con El Quijote y demás libros que llegan a cumplir una cifra cerrada que termine en doble cero o, de pérdida, en 50.

    Soy de los que se maravillaron con Rayuela. Quizás porque entonces tenía 16 años, (1986), y vivía ya de intruso en un mundo de amigos escritores, intelectuales y demás artistas en vías de desarrolllo: ya soñaba con estar inmerso en un mundo como el de Rayuela, aunque había un abismo generacional en mí con el mundo de la trama.

    Debo confesar que fue el libro de los canónicos del Boom latinoamericano que me costó un poco más de trabajo, incluso que El siglo de las luces de Alejo Carpentier.

    El inicio en verdad es un poco triste, incluso deprimente, y tal vez eso me desarmó en un principio. Ya vencida esa objeción me dejé llevar por el ritmo sincopado de la novela, que ocurría en un París lleno de exiliados latinoamericanos y podía leerse de forma normal o seguir un tablero de direcciones en un orden distinto.

    La releí con sentido crítico, alerta, hace unos diez años, luego de un viaje a París. No fue mi primer viaje a París pero fue la primera vez que estuve ante la tumba de Cortázar y por coincidencia, en un departamento prestado sobre la Tombe Isoire, calle mencionada en la historia.

    Me aterrorizó descubrir que ambos habíamos envejecido y algunas ideas me incomodaron. (Claro que si releemos a todos los autores del boom encontraremos en todos una vena machista, entonces desapercibida).

    Solo ha envejecido, pero sigue siendo una apuesta firme. Hoy es mas fácil vivir como los personajes de Rayuela, en una sabrosa deriva y con una conciencia social y política que antes no había.

    Y eso era una utopía cuando la mayoría de las personas no tenían un compromiso, un sentido de responsabilidad, más allá de sus propiedades y familias, viviendo encasillados en las normas sociales heredadas y sin buscar nuevos campos de actividad o incluso de modificar el pensamiento.

    Hoy la sociedad tiene una conciencia social más alta y extensa que a fines de los años cincuenta y hasta las personas apolíticas asumen como cosa personal el cuidado del medio ambiente.

    No hay ninguna novela similar antes de Rayuela en lengua española y no lo digo solo por el tablero de direcciones. Los únicos que escribían “parecido” eran Malraux en francés y Huxley en inglés. El ritmo de la prosa sigue siendo una maravilla, hechizante, seductor.

    Es por ello que la novela tiene un nombre de un juego, aunque aquí en Sinaloa la rayuela es una especie de juego de azar y competencia de niños con monedas, arrojándolas sobre una raya.

    En Sudamérica, rayuela es un juego que aquí en México se le llama el avión o en otras zonas, como Durango, el bebeleche.

    Pues aquí en el puerto era “La peregrina”, y con eso lo enlazo con la tentativa mística de subir de la tierra al cielo (que aquí le decían “Gloria”) si estaba siendo jugado por niñas. Debe ser ese el nombre correcto, porque es un pasatiempo inventado por curas para mostrarnos como el alma tiene que llevar determinados pasos y pruebas para ascender a la gloria.

    Era practicado por las niñas que arrojaban papel mojado si se jugaba sobre pavimento o piedras pequeñas. A veces uno que otro niño modosito, de esos que son como pajecitos de su hermanas, jugaba con las niñas con su permiso, mientras que los gañanes como yo, gustábamos de interrumpir el juego de súbito, dando saltos y destruyendo el trazo si estaba hecho sobre tierra, huyendo después, soltando carcajadas y detonantes alaridos de victoria.

    Hacíamos esa travesura porque en el fondo queríamos jugar y estábamos excluidos. Si algún amigo de mi generación hubiese jugando repetida y sostenidamente ese juego con las niñas, de seguro sus propios padres le hubieran bailado un trompo en la cabeza para exorcizarlo.

    Por fortuna, la mentalidad está cambiando y, gracias a personas como Julio Cortázar, hoy podemos leer -y jugar- Rayuela a los 60.

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