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"Opinión"

"Regreso a Montesquieu"

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19/08/2019

    Roberto Blancarte

    roberto.blancarte@milenio.com

    En esta época de confusión ideológica, nada como regresar a los clásicos. Uno de ellos, central en el pensamiento de la Revolución Francesa, que luego se extendió a buena parte del mundo, es el de Montesquieu. Su defensa de la división de poderes y de la autonomía del Poder Judicial, lo convierte en una lectura indispensable el día de hoy.
    Decía Montesquieu, por ejemplo, que “hay tres especies de gobiernos: el REPUBLICANO, el MONÁRQUICO y el DESPÓTICO… el gobierno republicano es aquel en que el pueblo como cuerpo, o una parte del pueblo, tiene el poder soberano; el monárquico es aquel en que uno solo gobierna, pero con leyes fijas y establecidas; mientras que en el despótico uno solo, sin ley y sin regla, lleva todo por su voluntad y sus caprichos”.

    Perdón, pero este párrafo inicial de la obra de Montesquieu, Del espíritu de las leyes, me condujo inevitablemente a pensar en qué tan cerca estamos de un gobierno despótico, donde prácticamente uno solo gobierna, pero sin el control de las leyes o de las reglas y todo, o una buena parte, se realiza por su voluntad y caprichos.

    Montesquieu también señala que cada uno de estos gobiernos tiene una naturaleza propia y un principio, que es lo que le hace obrar. En el caso del gobierno popular, además de la fuerza de las leyes y la fuerza del príncipe, se requiere un recurso esencial, que es el de la virtud. Por lo mismo, “cuando en un gobierno popular las leyes dejan de ser ejecutadas, como ello no puede venir más que de la corrupción de la república, el Estado ya está perdido”.

    Por su lado, el gobierno despótico tiene su propio principio que le hace obrar: el temor, precisamente porque “en los gobiernos despóticos, la naturaleza misma del gobierno exige una obediencia extrema; y la voluntad del príncipe, una vez conocida, debe tener también infaliblemente su efecto, como una bola lanzada contra otra debe tener el suyo”.
    Me pregunto si el sentido de las conferencias mañaneras cumple ese doble propósito: expresar la voluntad del príncipe y exigir, a través del temor, una obediencia extrema. Lo hemos visto en muchas ocasiones: todo aquel que se atreve a disentir es cesado o reprimido. El que no se somete, es sujeto de ataques o de persecución. El temor se extiende.
    Por lo mismo, vienen al caso las expresiones de Montesquieu respecto a la autonomía de los poderes: “Cuando el poder Llegislativo y el poder ejecutivo se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad… No hay libertad si el poder de juzgar no está separado del poder legislativo y del poder ejecutivo”.

    Están clarísimos los riesgos que una sujeción del Poder Judicial, respecto a cualquiera de los otros dos poderes, tendría para las libertades en el País. Y, sin embargo, vemos cómo hay la tentación de subordinar al Poder Judicial para convertirlo en un instrumento de su propia interpretación de la ley, de su propio revanchismo o de su propia idea de lo que debe ser la justicia.

    Montesquieu vivió en la época en la que las monarquías absolutas, pero eso no le impidió advertir sobre el peligro del despotismo, basado en el temor. Claro, dirán algunos, era un fifí.

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