Resistir a la violencia

    No nos podemos acostumbrar a este tipo de vida. No debemos caer en la resignación, ni adaptar nuestra rutina a esta nueva normalidad. A nadie conviene que una situación así se prolongue indefinidamente. Debemos resistir a la violencia.

    Sinaloa vive una crisis de seguridad severa. En la última semana la tasa de homicidios se elevó repentinamente a un promedio de cinco asesinatos por día, para colocarse casi al mismo nivel de 2010, cuando la guerra contra el narcotráfico de Calderón y la insurrección de los Beltrán Leyva flagelaron la tranquilidad en el estado.

    Ciertamente nos encontramos en medio de un conflicto muy complicado de entender y de manejar. Hay demasiada especulación. Lo que abunda es la desinformación y un tremendo oportunismo para pescar en río revuelto y sacar provecho del temor y la indignación de la gente.

    Sobre la raíz de la confrontación, las diferentes versiones apuntan a la ruptura de acuerdos y equilibrios que mantenían la estabilidad en la región; a la pérdida de liderazgos conciliadores; a una especie de venganza en reacción a la captura de “El Mayo” Zambada; y a un intento de los hijos de “El Chapo” Guzmán por imponer un dominio absoluto sobre sus contrincantes.

    También hay quienes ven en este asunto la mano del Gobierno norteamericano, y llaman a observar que esta guerra se suscribe en un contexto de sucesión presidencial en Estados Unidos, en donde ambos candidatos han puesto la mira en el Cártel de Sinaloa como una de las principales amenazas a la seguridad nacional de ese país, y en donde además existen fuertes presiones y quejas contra el Gobierno mexicano por la reciente aprobación de la reforma judicial.

    Pero fuera de toda especulación, lo único seguro es que nos encontramos en medio de una disputa entre grupos de la delincuencia organizada, cuyo poder e influencia transnacional sobrepasa la capacidad de un gobierno local para contener por sí solo esta oleada de violencia, si no es mediante la intervención de las fuerzas de seguridad del orden federal que, al mismo tiempo, parecen renuentes a utilizar todo su poder.

    Por lo que se percibe, el Presidente López Obrador no está dispuesto a enviar al Ejército a una lucha directa contra grupos de civiles armados, para no desatar una escalada de pérdidas humanas al final de su mandato. Habrá quienes estén a favor de esa estrategia de no confrontación, y otros que piensan que todavía se puede hacer algo más para utilizar todas las herramientas políticas a nuestro alcance, incluso el proponer un cese al fuego, la intermediación para el diálogo, amnistías y hasta el mismo replanteamiento de la ilegalidad en la producción de drogas, en tanto que somos rehenes de un mercado internacional que opera sin restricciones.

    Pero mientras eso sucede, los sinaloenses, principalmente los de Culiacán, sus periferias, y los de las zonas serranas de Elota, Cosalá y Concordia, estamos entre el fuego cruzado, recluidos por precaución en nuestras casas, sin tener certeza de cuándo vamos a poder rehacer una vida relativamente normal, con todo y los esfuerzos que realiza el Gobierno del Estado para implementar cordones de seguridad alrededor de las escuelas y para impulsar la reactivación de la economía mediante incentivos a comerciantes.

    Lo más trágico de la inseguridad es que nos devuelve a un estado de sobrevivencia mínima. Allí donde impera la violencia, la civilización se retrae, no hay espacio para la cultura, las discusiones sobre la democracia se vuelven banales, la interacción humana se deteriora, se debilitan los lazos de confianza comunitaria, al mismo tiempo que la economía y el comercio se detienen.

    No nos podemos acostumbrar a este tipo de vida. No debemos caer en la resignación, ni adaptar nuestra rutina a esta nueva normalidad. A nadie conviene que una situación así se prolongue indefinidamente. Debemos resistir a la violencia.

    Sería un error apostar al debilitamiento de las instituciones. A los únicos que les puede interesar la ingobernabilidad es a los que actúan por fuera de la ley. La solidaridad entre el Gobierno y la ciudadanía es la única forma de desterrar la brutalidad. Pero para que la sociedad civil se sume a los esfuerzos para restituir la paz, antes tiene que haber confianza.

    Si alguna lección se aprendió en estos días, es que a los sinaloenses no les parece bien que se minimice las condiciones de inseguridad. Ante la incertidumbre, desean saber qué es lo que realmente está pasando para protección de sus familias, y una vez seguros, ahora sí, ver de qué forma contribuir a la pacificación de nuestra sociedad.

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