Retratos de una madre

EL OCTAVO DÍA
11/05/2025 04:01
    La mejor herencia que me dejaron mis padres fue la infancia. No hay nada como ella. Recuperarla es un milagro indómito que aparece y se va, una estatua de sal que se deshace y reconstruye a cada oleaje del olvido.

    Acabo de ver un documental en un canal francés donde una chica vietnamita educada en Francia vuelve a su ciudad. Va con su mamá a un mercado y, entre el curioseo y reencuentro de sabores y colores, paran en la tienda de un viejito sabio para que le ilustre unos cuadros de papel blanco, enmarcados en bambú, con un dibujo ideográfico de buena suerte, el cual allá cuelgan fuera de las casas en Año Nuevo y luego meten a la sala.

    Según lo que desees, el anciano hace un ideograma con un gran pincel. Ella pide vivir muchos años. Pero el señor, con toda esa vía oriental de la sabiduría, le dice que debe mejor pedir tener varios hijos. Que va ser muy infeliz viviendo tantos años sin hijos.

    La madre y ella lo aceptan muertas de risa y no dudan en aceptar la sugerencia... Presentí que estaba viendo el momento cumbre de tres vidas. O sea que ser madre no es sólo un objetivo en la vida. Es algo que salva tu vida y la de otros. Así no nos convertiremos en monstruos.

    La mejor herencia que me dejaron mis padres fue la infancia. No hay nada como ella. Recuperarla es un milagro indómito que aparece y se va, una estatua de sal que se deshace y reconstruye a cada oleaje del olvido.

    Mi recuerdo más profundo es un paseo por el mar ante una roca con juguetones lobos marinos y una gran cantidad de hombres felices en la veloz canoa motorizada. Mi padre aparece cerca de la proa con un pantalón blanco y su pierna enyesada de un tono diferente, apoyada sobre una de sus muletas y sujetando su sombrero de palma.

    Tal vez esas dos imágenes tan distintas, unidas por el Océano Pacífico, contribuyeron a que el recuerdo se cincelara tan nítido en mi memoria, junto a una visión más borrosa de un hospital con monjas de albísimos hábitos ante la cama convaleciente de mi padre.

    Regresaba mi padre a comer a casa un sábado a mediodía, montado en una motocicleta, cuando un camión de mudanzas ignoró una señal de alto y en la Cruz Roja propusieron cortarle la pierna, mas una tía que era estudiante de enfermería y se había subido a la ambulancia logró impedirlo y llamar a un cirujano.

    Por eso en mi más recóndito recuerdo él aparece en muletas y el blanco yeso balanceante a cada caminata hasta llegar a la casa de mis abuelos, santuario fraternal donde tuvimos que vivir varios meses después de la calamidad.

    Ese accidente de mi padre hizo a mi mamá sacar fuerzas de donde pudo. Fue la primera prueba de su matrimonio.

    La necesidad los hizo abandonar la casa en que vivían con sus tres hijos; un día llovió y llovió; la casa de tejas, vieja y cercana al mar, se inundó y trasminaron los techos, perdiéndose en definitiva su álbum familiar que había confeccionado juntos con las pocas fotos de su infancia sobrevivientes.

    No vi fotos de mis progenitores como niños y ese misterio me rodeó por años, hasta que varias décadas después fueron aflorando de otras manos familiares. Acaricie la idea de hacer un libro con fotos inventadas, narrando con palabras esas estampas perdidas en ese accidente que fortaleció más su relación.

    Tal vez soy la última generación que creció sin ver a sus padres como niños. Hoy a todos los bebés les toman más fotografías en un mes que a nuestros bisabuelos en todas sus vidas juntas.

    Sólo una foto de ella joven existió en el álbum familiar. Y al llegar la incautó mi hermana mayor para el suyo propio. No entendía esa foto tomada de distancia, con los colores desleído de los años 60, ella de pantalón, descalza y un gesto que no entendí nunca... hasta que ella me dijo que se la tomaron de improviso mientras estaban cantando entre las piedras del río y se la tomaron en secreto porque detestaba que le hicieran un retrato sin aviso.

    A la única foto mía con ella, de bebé en sus brazos, le faltaba la esquina donde estuvo su rostro. Sólo lucían sus brazos sosteniéndome a un lado de mi cuna, la noche del festejo de mi bautizo. ¿Por que la cortaste, mami? Salí muy fea, hacia mucho calor y me ahí veía toda hinchada, fue su sonrisa hecha respuesta.

    Ante la falta de esas fotos perdidas, retrato aquí a mi madre, Josefina Ramos Espinoza, nacida en Copala, Sinaloa, día del santo patrón del pueblo, el Señor San José.

    Mi retrato materno se complmenta con una foto en blanco y negro tomada en 1975. Yo toda la vida supe ser idéntico a mi padre, a que la gente me reconociese en la delgadez extrema, la forma de dar los pasos y los pómulos salientes. A los 23 años subí de peso y mi rostro se redondeó, mi cabello encrespóse y los genes maternos brotaron de forma distinta.

    No me percaté el nivel de grado; un día de 2010 volví a ver mi certificado de preescolar, el Kínder o Jardín de Infantes, y descubrí que ese niño ante la cámara fotográfica -complejo armazón de metal negra y baquelita montado en una de las aulas para inmortalizarnos, luego de subirnos uno por uno a una silla sobre una mesa y fondo blanco- era alguien con el rostro nítido, idéntico al de mi joven madre.

    Ese era yo; era ella; igual a mi padre recio y moreno, yo blanquecido por la exposición; todos juntos en un momento donde la luz del flash de magnesio unió a ese niño del eclipse y del mar, con las mañanas de la montaña y el oro en polvo surgiendo de las grutas, las barrancas, la voz de las muchachas que cantaron entre las piedras del rio para quedarse en una fotografía ya desaparecida, hoy vuelta a retratar con la alquimia de palabras que ella me enseñó a decirlas y cantarlas. Gracias, madre.