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Una querida prima me comentó hace poco que le gustaría que escribiera sobre ella, pero que todavía no se quería morir. “¿Y eso?”, le pregunté. “Es que tú escribes sobre las personas que se mueren, y es mejor dedicarles la columna mientras viven, para que la alcancen a leer.
Estoy de acuerdo con ella, porque dijo muy bien la tamaulipeca, Ana María Rabatté y Cervi: “Si quieres hacer feliz a alguien que quieras mucho, díselo hoy, sé muy bueno... en vida, hermano, en vida. Si deseas dar una flor no esperes a que se mueran, mándala hoy con amor... en vida, hermano, en vida.
“Si deseas decir: ‘Te quiero’ a la gente de tu casa, al amigo cerca o lejos... en vida, hermano, en vida. Tu serás muy, muy feliz, si aprendes a hacer felices a todos los que conozcas... en vida, hermano, en vida. Nunca visites panteones, ni llenes de tumbas flores, llena de amor corazones... en vida, hermano, en vida”.
Efectivamente, las frases de reconocimiento y amor que dirigimos a las personas mientras viven, se convierten en milagroso bálsamo que masajea sus pensamientos y sentimientos, de manera que las renueva, vivifica y estimula a seguir actuando de forma positiva.
Sin embargo, también es cierto que la muerte nos sorprende continuamente al arrebatarnos de manera precipitada a personas entrañables. Es tan repentina su partida que, prácticamente, quedan pendientes muchas citas, confidencias, encuentros, conversaciones y diálogos que no alcanzamos a programar y sostener.
Por otra parte, no debemos olvidar que el instante de la muerte permite revalorar y redimensionar la vida, como señaló el filósofo Michel de Certeau: “Sólo el fin de una época permite enunciar eso que la ha hecho vivir, como si le hiciera falta morir para convertirse en libro”.
¿Revaloro mi vida?