Lo tiró todo... En lugar de aprovechar la buena disposición de muchos para colaborar con su gobierno, desde fuera o desde dentro, les cerró la puerta, los despreció y los insultó. En lugar de utilizar a las instituciones para hacer un Estado fuerte y un gobierno eficaz, transparente, honesto y democrático, las desmanteló. En lugar de hacer buena su promesa de que “vendrían cambios profundos pero que se darían con apego al orden legal” adoptó la conducta de que “no me vengan con eso de que la ley es la ley”. En el proceso intentó someter a la Corte. No todos ni todas las ministras lo permitieron. Aguantamos cuatro años. Algunos denunciando, otros resistiendo, otros proponiendo y otros más intentando seguir por la vía de la conciliación. Nada sirvió.

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    Lo tenía todo. Arrolló con una mayoría de votos que no se veía desde que las elecciones estaban controladas por el Gobierno allá por finales de los años 80. Ganó la mayoría calificada para pasar cualquier reforma constitucional que requiriese el apoyo de un cambio normativo en la Carta Magna. Tal “hazaña” no se veía desde 1985, último año en que el PRI todavía se alzó con el 73 por ciento de los diputados y ya contaba con el 98.4 por ciento del Senado electo en 1982. ¡33 años sin mayoría calificada! Se ganó a las clases medias y al votante de mayor escolaridad. Noqueó y dejó en la lona por los primeros dos años y medio a la Oposición que no pudo ni meter las manos para evitar su desprestigio.

    Heredó un entramado institucional robusto del que pudo haber echado mano para promover la lucha contra la corrupción (SNA), la competencia (COFECE), la transparencia (INAI), el respeto a los derechos humanos (CNDH), la capacidad en decisiones técnicas (CRE y CNH) y un órgano electoral de clase mundial (INE). Como resultado de una reforma de 2014, su sexenio comenzó con una Fiscalía que pudo ser autónoma. Contó con un sector empresarial conciliador, negociador y dispuesto a apostar por México y con organizaciones de la sociedad civil y la academia que buscaron interlocución dispuestas a ofrecer propuestas para mejorar los muchos y graves problemas heredados: pobreza, desigualdad, falta de crecimiento y competitividad, insuficiencia presupuestaria que requería de una reforma fiscal progresiva, inseguridad.

    Lo tiró todo.

    En lugar de aprovechar la buena disposición de muchos para colaborar con su gobierno, desde fuera o desde dentro, les cerró la puerta, los despreció y los insultó. En lugar de utilizar a las instituciones para hacer un Estado fuerte y un gobierno eficaz, transparente, honesto y democrático, las desmanteló. En lugar de hacer buena su promesa de que “vendrían cambios profundos pero que se darían con apego al orden legal” adoptó la conducta de que “no me vengan con eso de que la ley es la ley”. En el proceso intentó someter a la Corte. No todos ni todas las ministras lo permitieron.

    Aguantamos cuatro años. Algunos denunciando, otros resistiendo, otros proponiendo y otros más intentando seguir por la vía de la conciliación. Nada sirvió.

    Con toda su popularidad, en 2021 vino el voto de castigo. El invencible López Obrador perdió la mayoría calificada en la Cámara de Diputados. Se le acabó la fiesta de sus primeros tres todopoderosos años en los que recurrió una y otra vez a reformas que acabaron por ser declaradas inconstitucionales o que todavía esperan serlo, y a decretos y acuerdos ejecutivos de patente ilegalidad. Siguió empecinado sin recordar que la liga se estira hasta que se rompe.

    Quiso tocar la democracia electoral y a la institución que la sostiene. Lo quiso hacer de manera grosera (insultando a los consejeros), burda (sin tomar en cuenta la Constitución), chapucera (manoseando el proceso legislativo), mentirosa (escudándose en la austeridad republicana) y alevosa (cambiando la ley para que su partido tuviera ventaja).

    Y la liga se rompió. Se rompió por querer imponer como lo han hecho tantos líderes latinoamericanos antes que él, una legislación patentemente inconstitucional desde el poder.

    Después de decir que el 13 de noviembre los defensores de la democracia -para él valedores de los privilegios, del narco, de García Luna y de la corrupción- no fuimos al Zócalo con nuestros valores conservadores porque temíamos no llenarlo, el 26 de febrero lo abarrotamos con las únicas consignas del INE No Se Toca, Mi Voto No Se Toca y la Corte Sí Decide.

    Estuvimos ahí no para pedir su renuncia, ni para insultarlo, ni para hablar de su pobre desempeño sino para defender la democracia. Esa que lo llevó a la Presidencia. Para defender que, como en 2018, haya legalidad, imparcialidad y certeza en el proceso electoral y que nuestro voto cuente y se cuente. Bueno, también para que se respete, como bien lo dijo el Ministro Cossío, la Constitución: “El Presidente ha dicho que la corrupción de los ministros quedará evidenciada si invalidan las reforma. Por el contrario, los ministros solo podrán ser corruptos si desconocen lo dispuesto en los artículos constitucionales que detalladamente regulan los órganos y los procedimientos electorales”.

    Por ahora hay que celebrar la marea rosa del domingo. Pero mañana a seguir trabajando. ¿Cómo?

    Primero, acompañando (amicus curiae) a aquellos sujetos que pueden interponer controversias y acciones de inconstitucionalidad ante la Corte. Segundo, pidiendo a la Corte que resuelva sin dilación sobre la legalidad del paquete de reformas aprobado por el Congreso antes de que sea demasiado tarde. Tercero, exigiendo a los partidos de Oposición que abran vías para que se tome en cuenta a la ciudadanía en la elaboración de una agenda de reconstrucción y de reconciliación. Cuarto, concientizando de manera permanente sobre la necesidad de ir a votar en las elecciones de 2024.

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