El silencio lo entendemos, casi siempre, como ausencia de palabras o ruido; sin embargo, Susan Sontag, en su Estética del Silencio, consideró al silencio como el ruido más fuerte de todos, pues hay ocasiones en que el lenguaje demerita su significado, sobre todo en el terreno artístico, de ahí que se deban reinterpretar las palabras convencionales:
“A medida que disminuye el prestigio del lenguaje, aumenta el del silencio. El artista, explícitamente rebelado contra lo que se interpreta como la vida disecada y estratificada de la mente común, exhorta a revisar el lenguaje... las deformaciones que se producen al concebir el mundo exclusivamente en términos verbales convencionales... El arte plantea dos objeciones al lenguaje. Las palabras son demasiado burdas. Y además están demasiado ajetreadas: invitan a una hiperactividad de la conciencia que no sólo es disfuncional desde el punto de vista de las facultades humanas para sentir y actuar, sino que además sofoca la mente y embota los sentidos”.
Definitivamente, hay silencios tan sonoros que las palabras más fuertes, groseras o altisonantes pueden igualar. Incluso, podemos afirmar que algunas personas se entregan absolutamente al silencio para encontrarse a sí mismos, o, si son místicos, para entablar un diálogo con la divinidad, como han hecho miles de hombres y mujeres a lo largo de la historia.
San Juan de la Cruz fue un gran místico que se distinguió, especialmente, por ser alguien ayuno de palabras, al grado que otros monjes le llamaban “lima sorda” o “agua mansa”, al igual que a Tomás de Aquino, a quien sus contemporáneos llamaban “el buey mudo”, porque vencía su ruido interior con abundante estudio y reflexión, así como los antiguos Padres del Desierto llevaban una piedra en la boca para inmovilizar su lengua.
¿Equilibro la balanza entre ruido y silencio?