La persona más sabia no es aquella que más conoce, sino la que más se conoce. En efecto, en ocasiones pensamos que es más sabio o inteligente quien posee más ciencia o es más erudito; sin embargo, ¿de qué le sirve a uno conocer los misterios de las estrellas y del infinito, si no es capaz de conocerse a sí mismo y de conocer, alegrar e iluminar a las personas con quienes convive?
El conocimiento propio y el conocimiento de las personas que nos rodean son indispensables para experimentar el sentido de la vida, así como la paz, alegría, bienestar y armonía. Sócrates estaba seguro de esta vital necesidad, por eso tomó como máxima de su filosofía una del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.
En la sabiduría oriental, Lao-Tsé distinguió entre el conocimiento propio y el de los demás: “Conocer a los demás es sabiduría; conocerse a uno mismo es iluminación”. Siglos después, Agustín de Hipona, en sus Confesiones, elevó una plegaria a su Creador: “Que me conozca a mí y que te conozca a Ti”.
El conocimiento de la ciencia y de la vida, sin el conocimiento personal o espiritual, no proporciona paz y sabiduría, como reconoció Goethe, en su Fausto: “¡Filosofía, ay de mí, jurisprudencia, medicina, y tú también, triste teología!... os he estudiado a fondo con ardor y paciencia: y heme aquí ahora, pobre loco, tan sabio como antes. Me titulo, es verdad, maestro, doctor, y hace diez años que dirijo como quiero a mis discípulos. Y bien veo que nada podemos conocer”.
En El principito, Antoine de Saint Exúpery, subrayó la necesidad de tratar a los amigos: “Sólo se conocen bien las cosas que se domestican. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada”.
¿Conozco y me conozco?
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