Seguridad y paz

21/10/2025 04:02
    Un desarrollo que ignora la paz se convierte en máquina de extracción de valor, uno que la integra, en tejido de dignidad, porque al fin y al cabo, ¿de qué sirve tener fábricas, autopistas y servicios si la gente vive con miedo? ¿De qué sirve que crezca el PIB si crece también la desconfianza, la desigualdad, la vulnerabilidad?

    He abordado este tema en columnas anteriores, la paz no es solo un aliciente ético, sino la condición del desarrollo económico y social y no basta repetirlo de memoria; conviene situarlo en la tensión profunda entre la aspiración de progreso y la estructura real del poder (y del miedo). Porque un Estado que no genera paz carece de legitimidad para ejercer desarrollo, no se construye sobre suelo firme, sino sobre un pantano donde los pesos de la inversión se hunden.

    ¿Por qué lo digo? Los datos no mienten. Según el Mexico Peace Index 2025, en México el costo económico de la violencia en 2024 se estimó en aproximadamente 4.5 billones de pesos, equivalente a alrededor del 18 por ciento del PIB del País y a nivel global, el Global Peace Index 2025 cifra el impacto de la violencia en 19.97 billones de dólares, o el 11.6 por ciento del PIB mundial.

    Estas cifras son apabullantes, pero lo más revelador es lo que implican, cada peso que se pierde en inseguridad, cada hora de temor, cada plano de negocio pospuesto o cancelado, es un acto de autonegación de nuestra posibilidad de futuro. En la práctica, usted invierte, contrata, planea; pero si el entorno lo hace incierto, el horizonte del valor se acorta y la promesa de crecimiento se desvanece.

    Pensémoslo así, la paz no es sólo la ausencia de balas, sino la presencia, o el convencimiento, de que las empresas pueden planear a 5, 10 años; de que los jóvenes pueden imaginar un oficio digno sin temor al destino criminal; de que las mujeres, las comunidades, puedan consumir, moverse, producir, sin que el miedo sea moneda de cambio, y cuando ese convencimiento falla, se coloca un impuesto invisible a la productividad, se encarece el capital, se altera el cálculo de riesgo y el “desarrollo” queda reducido a cifras en un papel.

    En México, la paz según el MPI se ha deteriorado 13.4 por ciento entre 2015 y 2024, con un aumento de la tasa de homicidios del 54.7 por ciento. No es sólo que haya más muertes, es que la estructura misma de la vida, el tejido social, la confianza, se resquebraja, cuando decimos “economía”, a veces olvidamos que es una red de relaciones, expectativas y promesas y esa red se rasga con cada acto violento, con cada empresa que cierra, con cada emigración que parte.

    Podríamos argumentar que el desarrollo, para tener sentido, exige tres niveles simultáneos: inversión en infraestructura, formación de talento humano y un entorno institucional mínimo. Pero ese tercer nivel, la institucionalidad que garantiza la paz, suele subvalorarse y cuando el Estado gasta en contención y no en prevención o institucionalización, el retorno es bajo. Estamos hablando de un caso extremo, eludir la base misma del contrato social y esperar que el desarrollo brote como ráfaga milagrosa.

    Desde un punto de vista filosófico, el desarrollo sin paz se convierte en fetiche, como quien planta sobre roca y espera flores, puede que salgan, pero la planta será frágil, la paz es la naturaleza del suelo y sin ella, el brote puede aparecer, pero no arraiga. Una economía que se expande mientras mata su tejido social, no es desarrollo, es expansión con vaciado.

    La paz productiva, esa unión de seguridad, institucionalidad, confianza y negocios, es la ecuación que rara vez se formula explícitamente, así que pensemos en lo siguiente, la violencia no solo roba vidas, también roba tiempo (y por lo tanto valor). Un joven que teme ser víctima o reclutado se aleja de la formación, una madre que restringe la movilidad de sus hijos condiciona su futuro, un empresario que invierte con temor actúa con descuento sobre su capital y estas pérdidas invisibles se convierten en brecha estructural.

    Entonces, ¿qué exige el cambio? Primero, reconocer que la paz debe formar parte del proyecto de desarrollo, que no sea “agenda aparte” sino núcleo. Segundo, entender que la prevención, la profesionalización de la justicia, el fortalecimiento institucional y la implicación ciudadana son inversiones de alto rendimiento, porque reducir la violencia (aunque no parezca espectacular en titulares) multiplica los retornos del capital, del conocimiento y del emprendimiento, por ejemplo, algunos estudios indican que si México lograra reducir a la mitad la criminalidad, el costo como porcentaje del PIB podría caer hasta alrededor de 8.3 por ciento. Esto no es fantasía, es diferencia entre bloqueo y liberación.

    Finalmente, hay un componente ético que me interesa, la paz no es sólo medio, es fin. Un desarrollo que ignora la paz se convierte en máquina de extracción de valor, uno que la integra, en tejido de dignidad, porque al fin y al cabo, ¿de qué sirve tener fábricas, autopistas y servicios si la gente vive con miedo? ¿De qué sirve que crezca el PIB si crece también la desconfianza, la desigualdad, la vulnerabilidad?

    Por eso escribo, como lo he hecho antes, que la paz es la primera inversión pública, la que permite que todas las demás funcionen. Un Estado que no genera seguridad (y lo digo como requisito ciudadano, no sólo policial) está hipotecando su futuro económico y moral.

    Que nuestra próxima columna no olvide, paz no es lujo, es infraestructura invisible y en ese tipo de infraestructura, cada peso invertido rinde mucho más que en cualquier otro rubro porque es el suelo sobre el que se levanta el edificio del progreso. Si queremos desarrollo, no sólo crecimiento, comencemos por edificar la paz.

    Gracias por leer hasta aquí. Nos leemos pronto.

    Es cuanto.