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LA RAMBLA

‘Siempre tengo que regresarme solo’

    El escalofrío, coincidimos todos, fue inmediato y general, como una corriente eléctrica, una energía que llegó con la mirada terrorífica de aquella mujer de aspecto fantasmal.

    Aquél vigilante ya había insistido en que no quería que le contáramos cosas que después pudiera recordar cuando estuviera solo y echarle a perder el cierre de su jornada laboral.

    No fueron pocas veces que lo vi frotar con sus dedos índice y pulgar de la mano derecha las perlas de un rosario recortado colgado en el espejo retrovisor, decir “cuídame Padre Santo”, y luego persignarse.

    Hoy, de lo que estoy seguro, es que ese pequeño ritual no le brindaba protección para impedir que fuera testigo de algo que le causara pánico con recordarlo, no lo blindaba de espantos, pues.

    No era el primer vigilante o chofer de reparto de personal que conocía con esas preocupaciones.

    En Sonora, una vez, don Güero casi me suelta un puñetazo a la cara, porque vi que llegó al edificio donde trabajábamos hasta tarde con Luis en el último asiento.

    A Luis tenía un par de años de conocerle, tenía la pinta de Laureano Brizuela, con su pelo chino, delgado y lo usaba largo, con una chamarra de piel tinta pegada al cuerpo y casi siempre pantalones claros y una camisa de rayón.

    Lo vi en el último asiento de la vagoneta, por la ventana, a cuatro asientos justo detrás de don Güero.

    Pero cuando llegué a decirle, también frotó su escapulario colgado en el espejo.

    “No la chingues, no juegues con eso, no seas culero”, me reclamó.

    Yo creí que era una actuación bien ejecutada, así que abrí la puerta corrediza de la vagoneta hasta que terminó el riel, me trepé al vehículo y casi brinqué dos asientos hasta llegar al final para sorprender a Luis, que según yo estaba escondido.

    Mi sorpresa fue ver que no había nadie.

    Don Héctor, en cambio, era más serio, y cuando más personas llevaba a repartir cada madrugada después del trabajo, menos ruido permitía.

    Físicamente era como la mayoría de choferes que conocía: chaparro, regordete, de gafas, con carácter voluble y hay veces bonachón.

    El rol de reparto, ideado por él, es que las tres salidas diarias a partir de la media noche, fueran una semana completa para llevar primero a quienes vivían en la zona norte y la semana siguiente llevar primero a quienes vivieran en la zona sur.

    Todos estaban de acuerdo, porque parecía lo más justo.

    Una noche, tocó llevar primero a los habitantes del norte, sin embargo la mayoría de quienes estaban en la vagoneta vivíamos al sur.

    Por eso empezó la ruta para Lomas del Sol y luego hasta la 4 de Marzo para solo dos personas.

    Entonces sería el turno de llevar a una compañera a su casa en Barrancos.

    La noche no tenía más extrañeza que la cantidad de personas en el vehículo, la seriedad de la mayoría mientras don Güero conducía con la música de la estación La Comadre en la radio y que apenas había repartido a tres y ya había pasado la media noche.

    La vagoneta regresaba por la Benjamín Hill, el bulevar principal de Barrancos, después de dejar a Liz, cuando a todos los tripulantes los invadió una inquietud.

    Don Héctor, quien había reducido la velocidad porque entraba a una zona en curva y con muchos baches, interrumpió el silencio con un grito ahogado.

    “¿Qué chingados es eso?”.

    Como iba de copiloto, no tardé en darme cuenta que algo no estaba bien en esa serie de locales de una pequeña plaza comercial de la zona.

    Había gente en la acera, una media docena, porque una carreta de tacos vendía lo último de la noche.

    Con sus luces, el humo y el aroma delicioso de la carne asada. Luego un tramo de dos locales oscuros y luego uno en donde estaba alguien colocando un candado en la base de la cortina de acero.

    Lo extraño es que quien colocaba el candado había colocado su motocicleta en la acera, con la luz iluminando la cortina blanca y de frente a ella una mujer que extrañanamente miraba directamente la luz.

    Cuando don Héctor gritó, un par de segundos después y justo cuando pasábamos enfrente de la escena, la mujer dejó de ver la luz y volteó a ver la vagoneta.

    El escalofrío, coincidimos todos, fue inmediato y general, como una corriente eléctrica, una energía que llegó con la mirada terrorífica de aquella mujer de aspecto fantasmal.

    Nadie pudo estar seguro de haberle visto los pies, pero todo se puso más extraño cuando el jinete de la motocicleta la montó, bajó a la calle y arrancó. Era como si nadie en el lugar viera a la mujer, solo nosotros.

    Avanzamos y la mirada de la mujer, ya sin la luz iluminadora, podría divisarse desde la vagoneta.

    “Esa madre no era una persona”, dijo don Héctor.

    “Parecía que nadie la podía ver, ¿verdad?”, les dije.

    Hubo quien no opinó más allá de asentir cuando le preguntaron si la había visto.

    Con los días, la duda siguió al tiempo que el suceso se volvió una anécdota, hasta que una noche la mayoría de los viajeros coincidimos en la vagoneta para llevar a Liz.

    “A ver si no se nos aparece otra vez la señora”, gritó alguien de los últimos asientos.

    “¿Cuál señora?”, preguntó Liz.

    Le platicamos a grandes rasgos la experiencia que habíamos vivido a apenas unas calles de su casa.

    “No mamen, plebes. Ahí por ese pedazo se acaba de suicidar una señora. Era una maestra”, dijo.

    Don Héctor, con más razón, comenzó a ser más estricto con las pláticas en las rutas de reparto de personal.

    Y tenía sentido cuando lo reclamaba: Siempre yo soy el que tiene que regresarse solo.

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