Existe en nuestra sociedad un gran miedo a la soledad. De hecho, en la Biblia (Gen 2,18) se dice: “No es bueno que el hombre esté solo”. Siglos más tarde, el filósofo Aristóteles señaló que el hombre es un ser social por naturaleza, y que quien vive solo es un dios o una bestia.
Con estas frases se subrayó que la realización plena del ser humano se efectúa en comunión, en sociedad, en relación. Sin embargo, tampoco se debe olvidar que la simple convivencia o contacto físico no es garantía de compañía y realización, como mencionó Lope de Vega: “A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para andar conmigo me bastan mis pensamientos”.
Definitivamente, podemos estar rodeados de personas en las más grandes ciudades y, sin embargo, sentirnos terriblemente solos, experimentar un enorme vacío y precipitarnos en una fantasmal oquedad.
No obstante, conviene precisar que, así como es necesaria la compañía, son igualmente imprescindibles los espacios de soledad. Pero, no de cualquier tipo de soledad, porque las hay asfixiantes, deprimentes, castrantes y enfermizas. No nos referimos a la simple soledad física, sino a la soledad interior que se cultiva en la más profunda intimidad de la persona. Una soledad de la que es necesario nutrirse para compartir, después, su enriquecedor néctar en los momentos de convivencia y compañía.
Lo expresó claramente Thomas Merton: “Se dice con frecuencia que la soledad externa no es sólo peligrosa, sino totalmente innecesaria. Innecesaria porque todo lo que importa realmente es la soledad interior. Y ésta puede lograrse sin aislamiento físico”.
Si buscamos excesivamente la convivencia es porque, como dijo Pascal, procuramos la diversión, la distracción sistemática, las ocupaciones y entretenimientos que no permiten al ser humano experimentar, fortalecer y gozar su propia compañía.
¿Nutro convenientemente mi soledad interior?