Cuenta la leyenda que durante una calurosa noche de insomnio, en un remoto verano de la Gran Depresión, un joven llamado Jerry Siegel creó el personaje de Supermán, implacable hombre de acero capaz sólo de ser disminuido ante el mágico reflejo de la kriptonita.
Profundamente enamorado de una compañera de colegio, aquella noche genésica Siegel concibió la idea de un hombre poseedor de todos los poderes del universo, pero negado a concretar la relación con la mujer a la que ama.
Nadie imaginó que esa noche de insomnio le daría al mundo uno de los mayores íconos de la cultura pop que a la fecha sigue vigente. ¿Alguien ha visto a Supermán darse una pequeña siesta?
Tal vez, el resto de su vida Jerry Siegel padeció insomnio, porque su nombre y el de su compañero Joe Shuster aparecen juntos en la lista de las decisiones más estúpidas del siglo 20.
Estos caballeros dejaron caducar los derechos de Supermán por no pagar una cantidad menor a los 100 dólares y, desde entonces, aparecen en el Olimpo de las peores elecciones del mundo, lugar que comparten con la negativa del gobierno de los Estados Unidos a aceptar la Volkswagen como indemnización de guerra en 1945.
No cabe duda que el insomnio genera grandes cosas. Uno debe tener cuidado con lo que sueña porque a veces se vuelve realidad. Y los sueños nacidos del insomnio pueden incluir a sus creadores a la hora de cobrar vida en la despierta mente de los otros.
De todos los males que aquejan al hombre, el ángel del insomnio es el que más ha insistido sobre mi atribulada e inquietante alma en mi humano y personal tránsito por esta tierra.
Su aleteo maléfico entra en mi habitación cuando apenas mi oreja toma contacto con la almohada y la oscuridad me despierta pensamientos que ya había creído descartados. He aquí mis confesiones.
Todos los hombres y mujeres sueñan y los que tenemos insomnio, cuando al fin caemos derrotados, los realizamos más intensos y hasta enlazados con el último pensamiento que anida travieso en nuestros párpados, aguardando su hora de figurar.
Los insomnes somos vampiros aquejados por una maldición que quizás, alguna soberana madrugada, pueda llevarnos a la imaginación, al genio o, más probablemente, a la locura.
Desde niño padecí este mal y hasta ahora, ya de viejo, apenas he comenzado a dormir siesta. Mis padres se resignaron a dejarme andar rodando hasta las once de la noche, extasiado ante las series policíacas del Canal 5, que en aquella época anterior al milagro de la tele de paga, era la única programación apta para espíritus aventureros.
Ahora, a mis cincuenta y muchos, me he resignado a vivir con el insomnio como si fuera una amante latosa que exige su cuota de atención y respeto. Para nada he recurrido a los somníferos, que cuando los usé por prescripción médica en la época de mi soplo cardiaco, solo lograban darme una sensación de intensa pereza, pero nadita de sueño. Bye, doctor Freud.
Aliviado me sentí al saber qué, de todas las criaturas marinas, el tiburón nunca duerme y que hay cientos de criaturas que lo hacen de manera muy escasa.
Parece ser que el acto de dormir es cosa de los mamíferos, costumbre nacida de cuando éramos unas pequeñas criaturas que vivían de noche y dormían de día para escapar a las fauces de los dinosaurios y que, al morir éstos, nos adaptamos a vivir roncando durante media vida sólo por simple sobrevivencia.
Según esa teoría, la capacidad de soñar surgió gracias a nuestros cerebros, siempre alertas toda la noche, y de ahí devino a que soñáramos abstracciones de vez en cuando, lo cual dio como inesperado resultado la conciencia, y nuestra sorprendente capacidad de pensar. Por eso todas las culturas antiguas han imaginado dragones sin haberlos visto nunca.
El dormir y soñar nacieron para ser herramienta esencial en la lucha contra la muerte. Hoy ayudan a evitar la muerte en vida y quizás, nos auxilien, para entender como será el mundo después de nuestra última hora.
Europeos, chinos y aztecas (recuerden a Quetzalcóatl) son pueblos separados por la geografía que han soñado siempre con dragones: antes los dinosaurios eran los enemigos que, por millones de años, nos quitaban el sueño y fueron nuestra peor pesadilla. Y para sobrevivir a ellos, tuvimos que desarrollar, soñando despiertos, a nuestro cerebro.
El insomnio y el sueño creativo inconsciente nos volvieron lo que hoy somos. Y estamos volviendo a convivir entre dinosaurios.