La sonrisa de un niño desarma. Es amable, genuina, agradable, espontánea, transparente, explosiva y sin poses. Es una sonrisa que invita a la emulación, contagio, imitación y réplica.
La sonrisa juvenil es igualmente fresca y burbujeante. Transpira alegría de vivir, hondura de ideales, el desafío de los retos, el amanecer del emprendimiento, el regenerante entusiasmo, la obertura de la esperanza y la profundidad de los sueños.
Sin embargo, la sonrisa senil es aún más gratificante y agradecida. Reta a la soledad, al abandono, a la enfermedad, al cansancio, a la desesperanza, al absurdo, a la inutilidad y al olvido.
José Luis Martín Descalzo expresó: “En mis escritos he dicho más de una vez que en este mundo tan sólo hay una cosa más hermosa que la sonrisa de un niño: la de un anciano o una anciana que sonríe. Porque un viejo que ha mantenido la alegría es como un niño multiplicado y no hay nada de tan alto calibre como un amor de setenta años”.
Paco Zurita, Delegado de Cultura de Jerez de la Frontera, indicó: “la vida nos transforma, nos corroe, nos oxida con todos los vicios y pecados que nos alejan de ese niño que fuimos, de esa inocencia con que nacimos, de esa felicidad por no saber el sentido del bien y del mal. Es verdad que algunas personas pierden la sonrisa de ese niño, su confianza en los demás, la falta de recelos, de envidias y odios que vamos acumulando con el paso del tiempo”.
Agregó: “Pero ese anciano que ha vivido tantos años, que ha sufrido, que ha llegado a sentir el odio, el escarnio, la traición, la envidia, el desengaño y las más bajas debilidades humanas y, aun así, sonríe, ese anciano, lleva a Dios dentro”.
¿Mantengo mi sonrisa?