Sostener la raíz: La charrería como resistencia cultural y la primera marcha sobre el lienzo
Entré al ruedo por primera vez una tarde de abril. El caballo se movía con nervios contenidos, aunque para ser sincero no sé si eran los de él o los míos, el sol caía sesgado sobre el lienzo y, mientras la banda sonaba a lo lejos, yo sentía que algo dentro de mí se despertaba. No era sólo el vértigo de estar en medio de la acción, era algo más profundo: una sensación de estar tocando un fragmento vivo de la historia. Ahí, rodeado de monturas, sombreros, cuacos, sillas y voces, supe que la charrería no es un deporte cualquiera. Es un acto de permanencia.
En un mundo que celebra el cambio constante, la actualización diaria, la velocidad por encima de la profundidad, la charrería representa una anomalía: una práctica que no ha querido desaparecer, que se mantiene a pesar -y a veces en contra- de la modernidad.
Sí, ha adoptado ciertos elementos del presente: los trajes bordados con nuevas técnicas, los lienzos más modernos, el uso de redes sociales para compartir competencias o entrenamientos. Pero lo esencial -el ritual, la técnica, el respeto por la tradición- sigue firme. La charrería ha aprendido a convivir con lo nuevo sin rendirse ante él. Eso, en estos tiempos, es una forma de resistencia.
Zygmunt Bauman hablaba de la “modernidad líquida”: una época donde todo fluye, donde nada se asienta, donde las identidades son desechables y el arraigo se ve con desconfianza. En ese contexto, la charrería es un cuerpo sólido. Una práctica que reclama el tiempo lento, el aprendizaje transmitido por generaciones, el sentido de comunidad, el cuerpo entrenado, el gesto preciso.
Aquí no hay atajos. Nadie se vuelve charro en un día. No se trata sólo de montarse a un caballo. Hay que conocerlo, hay que respetarlo. Hay que saber cuándo hablarle y cuándo guardar silencio. Cada suerte tiene su técnica, su simbolismo, su peso cultural. Y en cada una de ellas -ya sea el floreo de la soga, la cala del caballo, la manganas o el paso de la muerte- está contenida una memoria: la de un México rural, profundo, que aún se resiste a ser borrado.
Lo que se sostiene en el lienzo charro no es sólo un espectáculo. Es una relación con el territorio, con la familia, con la historia. En muchos casos, las charrerías son también reuniones comunitarias, espacios donde convergen generaciones, donde los abuelos siguen enseñando a los nietos, donde aún hay lugar para el consejo, la disciplina y el honor. Todo eso parece a veces fuera de lugar en la lógica de la modernidad, pero en el ruedo cobra sentido.
Y sin embargo, no se trata de idealizar. La charrería no está exenta de contradicciones. Tiene deudas con su tiempo: debe abrirse más a las mujeres, reconocer nuevas formas de participación, cuidar con rigor el bienestar de los animales, mirarse críticamente sin dejar de honrarse. Pero eso mismo la hace valiosa: porque aún está viva, aún puede transformarse desde dentro.
Hay muchas tradiciones que se han convertido en espectáculo vacío. Pero la charrería, en muchos de sus espacios más auténticos, todavía es escuela de carácter, de paciencia, de respeto. Es ahí donde su potencia cultural brilla más: no en el ornamento, sino en la transmisión de saberes encarnados, de gestos que no se aprenden en tutoriales de YouTube o TikTok, sino en el cuerpo, en la repetición, en el error compartido.
Pensando en todo esto, recordé algo que escribió Octavio Paz: “La tradición no es la adoración de las cenizas, sino la transmisión del fuego.” La charrería, bien entendida, es fuego transmitido. No se mantiene viva porque esté congelada en el pasado, sino porque sigue siendo habitada con sentido.
Desde fuera, algunos podrían verla como una práctica anacrónica. Pero hay algo profundamente moderno en saber de dónde vienes. En no olvidar lo que te formó. En sostener la raíz mientras todo lo demás se mueve. En eso, el charro no es sólo un jinete: es también un guardián de memoria.
Volví del ruedo con los músculos cansados y el corazón encendido. No por lo que hice -que fue apenas observar, aprender, acompañar- sino por lo que vi. Porque ahí, entre caballos, polvo y voces, entendí que resistir no siempre se trata de enfrentarse al presente, sino de sostener aquello que el presente ya no sabe cómo nombrar.
Y eso es, quizás, lo más valioso que hoy nos puede ofrecer la charrería: un recordatorio de que en medio del vértigo del mundo, aún hay prácticas que nos invitan a bajar el ritmo, mirar hacia atrás y preguntarnos quiénes somos... antes de que todo se nos olvide.
Gracias por leer hasta aquí, nos leemos pronto.
Gracias al charro Rodolfo Velarde por presentarme y adoptarme para el mundo de la charrería, siempre estaré en deuda. Al Rancho El Alazán y a Manuel Rivera por dejarme acompañarlos, al maestro Ricardo Marquez por su paciencia para enseñarme las suertes y a mi esposa que soporta siempre la intensidad con la que exploro mis inquietudes.
Es cuánto.