La pandemia nos ha dejado claro que los recursos de los cuales disponemos son extremadamente limitados. En los picos de las distintas olas, no hubo personal sanitario, camas de hospital, respiradores, medicamentos, vacunas, artículos de protección personal -cubrebocas, gel, oxímetros, etcétera-, crematorios y ataúdes suficientes -ni qué decir de la poca inteligencia política exhibida-.

    Esta terca pandemia, a querer y no, nos ha dejado algunas certezas y varias enseñanzas.

    A estas alturas resulta indudable nuestra asombrosa fragilidad. Un estornudo, saludo de mano, un beso o una charla cercana son más que suficiente para contagiarnos por cualquiera de las variantes de la Covid-19. Sin vacuna, con excepción de aquellos organismos favorecidos por algún extraño capricho genético, ni los musculosos, abstemios, deportistas y disciplinados extremos en sus hábitos alimenticios, están a salvo del contagio, enfermarse gravemente e, incluso, morir. Las cifras de fallecidos y supervivientes que enfrentan secuelas horribles no mienten al respecto.

    Una segunda certeza es que nuestra vida transcurre en medio de la contingencia pura y dura. El bicho nos demostró que no hay nada seguro. Un día estamos sanos y entusiasmados por todo aquello que damos por hecho, y así, sin más, al siguiente resultamos infectados y poco después cremados. Lo único seguro es que no hay nada seguro. De esto nadie se escapa. Quien pensaba que económicamente tenía su vida resuelta, una cuenta de más de 20 días en terapia intensiva le hizo saber que la ruina llamaba a su puerta. Vivir el hoy como si fuera el último, resulta ser un buen antídoto para contrarrestar los efectos de las circunstancias que bambolean nuestras vidas.

    De igual forma, la pandemia nos ha dejado claro que los recursos de los cuales disponemos son extremadamente limitados. En los picos de las distintas olas, no hubo personal sanitario, camas de hospital, respiradores, medicamentos, vacunas, artículos de protección personal -cubrebocas, gel, oxímetros, etcétera-, crematorios y ataúdes suficientes -ni qué decir de la poca inteligencia política exhibida-. Bastó que el bicho cruzara las fronteras de Wuhan para poner al mundo de rodillas. Con todo, al momento, hay países donde el número de vacunados es bajo, los recursos extremadamente restringidos y la política sanitaria limitada a los dictados de la emergencia provocada por cada mutación del virus.

    Con relación a las enseñanzas, por simplificar, destacan, al menos, tres.

    Con relación al tema de los recursos, aprendimos que en tiempos de pandemia los principios de la bioética aplican para los casos de medicina clínica, es decir, donde la normalidad de la dinámica hospitalaria permite al personal médico respetar hasta el último momento la autonomía del paciente, o donde el principio de no maleficencia jamás se interpondría con la necesidad de dar el respirador a un paciente más joven o con menos comorbilidades que otro, por mencionar dos ejemplos.

    Hoy, como fue evidente en los tiempos de las guerras mundiales, los principios de la bioética se desdibujan ante la medicina de emergencia que busca hacer el mayor bien posible con los recursos de los que se dispone, dando prioridad a la máxima de dar la oportunidad a quien tenga más vida por realizar.

    Una segunda enseñanza tiene que ver con la responsabilidad que tenemos de cuidarnos y cuidar de los demás. Así como el gobernante debe cumplir con su deber de garantizar el bienestar de los gobernados -asegurando el suministro de vacunas, medicamentos, instalaciones hospitalarias, etcétera-, nosotros tenemos la responsabilidad de no hacer estupideces para evitar enfermarnos de manera innecesaria. Me sumo al malestar e inconformidad de médicos, enfermeras y personal sanitario que rabiaba de coraje cada vez que crecían las olas de contagios, a causa de la insensatez de la muchedumbre que salía a pescar y esparcir el virus alegando que era imposible soportar el aburrimiento provocado por el encierro -necesito ver y tocar gente, escuché decir a más de dos-.

    La tercera enseñanza que viene de la mano de esta pandemia que, aunque parezca, aún no acaba, es que, como dice Victoria Camps, si como humanidad verdaderamente queremos seguir sobre la faz de la tierra, la única salida es abrazar y vivir conforme a la lógica de un “tiempo de cuidados”.

    Sobre esta “otra forma de estar en el mundo”, Camps habla en su último libro -Tiempo de cuidados-, el cual escribió forzada por el encierro. Desde la introducción, el texto comienza a enhebrar las primeras lecciones.

    Como dice nuestra autora, “Hasta hace apenas cincuenta años a nadie se le había ocurrido pensar que el cuidado fuera un concepto digno de estudio. [...] La necesidad de cuidados ha existido siempre, pero no se cuestionaba quién debía hacerse cargo de ellos. La respuesta era más que obvia: el cuidado era una obligación de la familia y, en casos desesperados, de organismos públicos o sociales que ejercían la beneficencia acudiendo en auxilio de los más desfavorecidos”. Esta tarea, muchas veces ingrata, era un deber exclusivamente femenino que, encima de todo, no es considerado un trabajo productivo, sino parte de un instinto natural que brota de la gratuidad y el amor.

    Sin embargo, como nos los ha dejado claro la pandemia, “la necesidad de cuidarnos unos a otros ha crecido exponencialmente”. La conciencia de nuestra vulnerabilidad y contingencia bajo la que transcurren nuestras vidas, como dice Camps, nos ha hecho un poco menos arrogantes y seguros de nosotros mismos, por ello, “Esta toma de conciencia debería conducir[nos] a un cambio de paradigma o a un marco mental distinto, por el que en lugar de concebirnos como sujetos autónomos, racionales y capaces de dominar cualquier fenómeno adverso, nos viéramos también como seres interdependientes y relacionales, empáticos con los semejantes y atentos a los requerimientos del planeta que estamos deteriorando”.

    Así pues, continúa Camps, “Cuidar consiste en una serie de prácticas de acompañamiento, atención, ayuda a las personas que lo necesitan, pero es al mismo tiempo una manera de hacer las cosas, una manera de actuar y relacionarnos con los demás. El cuidado es un trabajo, gratuito o remunerado, pero no es un trabajo cualquiera. Cuidar implica desplegar una serie de actitudes que van más allá de realizar unas tareas concretas de vigilancia, asistencia, ayuda o control; el cuidado implica afecto, acompañamiento, cercanía, respeto, empatía con la persona a la que hay que cuidar. Una relación que debe ocultar la asimetría que por definición la constituye”.

    Siendo vital su papel para los tiempos que corren y los que han de venir, hacer del cuidado un objetivo y política pública, implica no solo atacar los muchos lastres del servicio público, sino entender que justicia y cuidado son dos valores complementarios e interdependientes, sin los cuales ninguna persona ni sociedad pueden florecer. Sobre los espacios del cuidado le hablaré en otro momento.

    Y por no dejar, van unas cuantas preguntas al margen: ¿Qué significará para las familias de las mujeres desaparecidas el término “estado de derecho”? Ante la impunidad y el creciente número de desaparecidas, ¿cómo pueden las mujeres vivir sin miedo? ¿Cuánto falta para que veamos un plan nacional de seguridad que vaya más allá de la blablatura?

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