Un año de Cerocahui

    El asesinato dentro de un templo religioso de dos sacerdotes octogenarios que dedicaron su vida a servir a los más pobres insertándose en la cultura rarámuri, precedida de los homicidios del guía de turistas Pedro Palma y del joven Paul Berrelleza, cruzó un límite simbólico y por ello estremeció a México.

    Se ha cumplido el primer aniversario del asesinato de cuatro personas, entre ellas: dos padres jesuitas, en Cerocahui, Chihuahua. Un evento que cimbró al País, mostrando que aún vive la capacidad de indignación en una sociedad como la nuestra, en la que, en ocasiones, pareciera que se acostumbra a la interminable violencia.

    El asesinato dentro de un templo religioso de dos sacerdotes octogenarios que dedicaron su vida a servir a los más pobres insertándose en la cultura rarámuri, precedida de los homicidios del guía de turistas Pedro Palma y del joven Paul Berrelleza, cruzó un límite simbólico y por ello estremeció a México. Los padres Javier Campos y Joaquín Mora permanecieron desaparecidos por varias horas, como tantas y tantos mexicanos cuyo paradero se desconoce, hasta que sus cuerpos fueron encontrados en un solitario paraje de la sierra.

    Después de los hechos, la Compañía de Jesús demandó justicia y a ese llamado se sumaron actores civiles, religiosos y políticos, nacionales e internacionales. También se exigió una mayor presencia estatal en lógica de garantía de derechos en la Sierra Tarahumara, secularmente olvidada, y revisar la política de seguridad que, por privilegiar una excesiva militarización centralista y por dejar de lado a la justicia, está consintiendo el fortalecimiento de las redes criminales en los territorios más alejados.

    Pese a estos llamados, el Estado incumplió su deber de imponer consecuencias legales por los hechos. Las instituciones no se coordinaron para este fin: trascendió que el despliegue militar en la zona no se concentró sólo en la búsqueda del perpetrador de los crímenes, sino también en el monitoreo de las actividades de los religiosos presentes en la zona; también fueron públicos los diferendos entre el Gobierno federal y el Gobierno estatal. En ese contexto, subsistieron los riesgos enfrentados por sobrevivientes, testigos y personas de la comunidad, por lo que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió medidas cautelares a su favor.

    Finalmente, la barbarie y la impunidad se impusieron. El perpetrador fue asesinado y su cuerpo encontrado en una vereda. Con ello se privó a los deudos, a la comunidad jesuita y a la sociedad en su conjunto de un proceso legal que permitiera conocer la verdad sobre lo ocurrido. En el caso, el Estado fracasó. Por eso la Compañía de Jesús lamentó esta muerte, dando testimonio de cómo las vidas de los victimarios también importan y apartándose así de los sectores que ante la violencia demandan mano dura y más violencia.

    El primer aniversario fue conmemorado con varias iniciativas. En la Ciudad de México, se develó un cuadro que celebra el legado de los padres Campos y Mora. También se propició, alrededor de una ceremonia religiosa en la Basílica de Guadalupe, un encuentro entre autoridades eclesiales y personas víctimas de violencia. Estas, mayoritariamente madres, hijas y hermanas, pidieron mayor empatía y proximidad de parte de las diversas iglesias y sus feligresías para con quienes sufren los impactos de la violencia y quienes viven en contextos de exclusión, insistiendo en que el testimonio de vida de los padres “Morita” y “Gallo”, como eran cariñosamente conocidos, precisamente llama a esa compasión activa. En reconocimiento a esta interpelación, el 20 de junio a las 15:00 horas repicaron las campanas de múltiples templos religiosos del País.

    En Chihuahua se realizó una conmemoración religiosa que desembocó en la instalación de un memorial enfrente el Palacio de Gobierno, que replica y hace eco de las luchas de las víctimas y la sociedad civil chihuahuense. En Cerocahui, una caravana conmemorativa partió de Creel a la comunidad y ahí, conforme a la cultura rarámuri, se realizó una velación y finalmente la celebración religiosa a la hora en que ocurrió el crimen, con una nutrida participación de personas de las comunidades, aún conmovidas y tocadas por los hechos. La Oficina en México de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en ejercicio de su mandato de monitoreo, estuvo presente en estas actividades.

    En Ciudad de México, el Sistema Universitario Jesuita entregó, precisamente el día 20 de junio, un Doctorado Honoris Causa a Francisco de Roux, quien presidió la Comisión de la Verdad de Colombia. Como quedó claro en la ceremonia, esta decisión implicó un reconocimiento a la trayectoria de este jesuita ejemplar; una celebración del tesón y la dignidad del pueblo colombiano, pero también la expresión del compromiso de las universidades jesuitas en trabajar más y mejor, articulados con otros y otras, en iniciativas encaminadas a la reducción de la violencia y la construcción de paz.

    En suma, la memoria de Javier y Joaquín empieza a dar frutos. No podía ser diferente: cuando sus cuerpos fueron recuperados, entre las prendas del “Gallo” lo que se encontró fue su vieja navaja Victorinox, gastada de tanto ser usada para arreglar cosas. La imagen es pertinente: el llamado que surge de Cerocahui es, sobre todo, una invitación a arreglar entre todos y todas este nuestro País tan roto por la violencia, así como lo hacían con sus acciones cotidianas y humildes, en medio de las y los más pobres y descartados, estos dos jesuitas entrañables que siempre dijeron más con las obras que con las palabras.

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