Un mazatleco en Nueva York

ENTRE COLUMNAS
14/07/2025 04:02
    La migración no es sólo un fenómeno social que puede uno estudiar en los libros académicos, sino es una forma muy humana de perseguir sueños y esperanzas.

    Al momento de escribir esta columna me encuentro de vacaciones en una de las ciudades globales más imponentes del mundo. Supongo que visitar Nueva York como turista siempre es una experiencia arrolladora, pero recorrer sus calles siendo un académico dedicado al estudio de la migración internacional es otra cosa, es como caminar dentro de un libro vivo, donde cada esquina te cita a autores distintos, desde Saskia Sassen, pasando por Guarnizo, hasta Stuart Hall, y donde los vendedores ambulantes podrían ser mejor fuente de datos que muchos papers publicados en revistas científicas.

    Desde el primer paso en el metro, uno se siente parte de una Babel urbana que no se ha derrumbado. Escucho árabe, hindi, español, ruso y tantos otros idiomas que la verdad, desconozco su origen. En vez de tomar fotos, quiero hacer entrevistas, y en lugar de comprar souvenirs, me siento tentado a recolectar historias orales.

    Es que, Nueva York es la ciudad de los inmigrantes. Casi el 40 por ciento de su población nació en otro país. La ciudad ha sido santuario y, sigue siendo faro para quienes escapan del hambre, la guerra, la persecución o simplemente buscan una vida menos injusta.

    Como académico, uno lleva consigo una carga de conciencia que no todos los turistas comparten. No puedo admirar la majestuosidad de Manhattan sin pensar en los trabajadores migrantes que la sostienen desde las cocinas, las obras de construcción o los domicilios que limpian. No puedo visitar el Museo de la Inmigración en Ellis Island sin recordar que hoy muchos migrantes no llegan en barco, sino en condiciones mucho más precarias y con menos bienvenida.

    Almorcé en Queens un shawarma preparado por un egipcio que lleva apenas ocho meses en la ciudad. “Trabajo 12 horas, seis días. Pero aquí puedo mandar dinero a mi mamá”, me dijo con un inglés marcado por un extraño acento, mientras cortaba carne con precisión quirúrgica. Caminé por Manhattan, y no pude evitar unirme a una manifestación de inmigrantes latinos, la mayoría compatriotas mexicanos.

    Recorrer Nueva York también es ver los rostros de los desplazamientos globales. Me cruzo con jóvenes venezolanos repartiendo en bicicleta, con madres colombianas llevando a sus hijos por el Bronx, con ancianos chinos jugando dominó en el China Town.

    Y entonces entiendo por qué esta ciudad resulta fascinante incluso para quien ha leído demasiado sobre migración. Lo es porque aquí la teoría se vuelve carne, la frontera es emocional y el cruce no es sólo geográfico, sino existencial.

    Al final del día, agotado de caminar y pensar, me siento en un parque en Brooklyn. A mi lado, un niño juega, mientras su madre vestida humildemente -seguramente inmigrante- le habla en español bajito indicando su admiración por lo majestuoso de los rascacielos. En ese instante, el ruido de la ciudad se disuelve, y recuerdo que la migración no es solo un fenómeno social que puede uno estudiar en los libros académicos, sino es una forma muy humana de perseguir sueños y esperanzas.

    Es cuanto....

    Posdata

    ¡Ah! y al caminar cerca de la Quinta Avenida, no perdí la oportunidad de posar frente a la Torre Trump saludando con un solo dedo de mi mano medio levantado.