Vivimos en la palabra ‘Mundo’

    Una de las sorpresas más desconcertantes de mi vida fue comprender que habitaba en un mundo de generalidades, pues crecí creyendo que siempre había estado rodeado de objetos concretos: mi silla, mi mesa y de otras cosas por el estilo o, incluso, más nobles como mi hermana o mis amigos; pero en todos los casos rodeado de seres singulares y únicos. Un día, sin embargo, me percaté de que al referirme a esos objetos o personas que poblaban mi mundo lo hacía empleando palabras, precisamente la palabra “silla”, la palabra “hermana” o la palabra “amigos”, y que esos términos no eran el nombre propio de cada uno de esos seres que me rodeaban, sino que “silla” o “hermana” se aplicaban a infinidad de cosas que cumplían con el requisito de tener respaldo y servir para sentarse, y que “hermana” era también un término genérico para referirse a todas las que son hermanas en el mundo.

    El lenguaje me había escamoteado, por así decirlo, la sustancia particular de aquellos seres únicos con los que me relacionaba, pues, al nombrarlos, mi silla era todas las sillas y mi hermana todas las hermanas. Y traté de entender la causa de que, de hecho, en la práctica, no confundiera a mi hermana y a mi silla, con las hermanas de otros o con las otras sillas y, nuevamente, sin poder escapar del lenguaje caí en la cuenta de que era otra palabra la que singularizaba lo mío, la palabra “mi” que anteponía a “hermana” o a “silla”: hermana, ciertamente, era cualquier hermana; pero “mi hermana” era solo la mía.

    Sin embargo (qué fatigoso es el adversativo “sin embargo”: siempre lleva por caminos interminables), tenía amigos que a su vez tenían hermanas y se referían a ellas con la misma fórmula que yo: “mi hermana”. ¿Cómo era posible que a mis amigos les sirviera no la palabra “hermana”, sino la fórmula “mi hermana” para referirse también a sus hermanas: cada uno a la suya, y nuevamente comprendí que al llamar a mi hermana “mi hermana” estaba empleando una fórmula genérica y entonces el lenguaje se levantó ante mí como una pared que me impedía poder hablar única y exclusivamente de mi hermana, pues al hablar de ella era como si uno cualquiera hablara de cualquier hermana, pues incluso “yo” era el pronombre general con el que cualquiera habla desde sí mismo.

    Vivía, pues, rodeado de cosas singulares, pero al hablar de ellas, o incluso al pensar en ellas, el lenguaje hacía que su singularidad se perdiera y que me relacionara con generalidades, pues mi experiencia, que yo había creído directa, nunca es ajena a las palabras: veo y nombro en el mismo instante, y cuando no conozco la palabra genérica atinada para distinguir a un objeto uso la palabra “cosa” que es la más universal de todas las palabras, pues, precisamente, sirve para referirse a todo.

    Fue una sorpresa desconcertante descubrir que vivía en un mundo que estaba compuesto no por cosas concretas, singulares o particulares, sino en medio de términos universales, abstractos y genéricos con los que se me había extraviado la especificidad de cada objeto y, en su lugar, había emergido un mundo verbalizado, donde hasta “mundo” era otra palabra, otro concepto genérico. Desde que me ocurrió este descubrimiento, vivo en las palabras y, de hecho, ahora tomo las palabras como si fueran el verdadero mundo.

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