Volver a Minería

EL OCTAVO DÍA
    A pesar de que conozco bien la Ciudad de México y soy hábil con el metro, los taxistas y alguno que otro oportunista callejero, reconozco que siempre al llegar y durante las primeras horas aún siento cierta incertidumbre, la cual se va venciendo al reencontrarse con las voces, tonos y aromas del gran escenario nacional

    De niño, la Ciudad de México me inspiraba un temor abstracto. Me parecía procelosa y cruel como un continente más allá de los mapas de la mente.

    Acabo de volver, luego de haber sido invitado a participar en la Feria del libro de Minería, donde Sinaloa fue el estado invitado.

    A pesar de que conozco bien la ciudad y soy hábil con el metro, los taxistas y alguno que otro oportunista callejero, reconozco que siempre al llegar y durante las primeras horas aún siento cierta incertidumbre, la cual se va venciendo al reencontrarse con las voces, tonos y aromas del gran escenario nacional.

    La primera vez que arribé era por la noche, siendo yo muy niño acompañado por la abuela, y el antiguo centro no estaba bien iluminado entonces. Algunos sitios vendían carne en cajas de cristal iluminadas con un foco alto que hacía relucir el costillar de los animales, como fieras retorciéndose en una piedra de sacrificios de cuarzo refulgente.

    Debo decir que a mis 5 años, la Ciudad me pareció un sitio menos catastrófico que lo esperado. Me sorprendió la cantidad de árboles, especialmente los eucaliptos, poco comunes en las costas por su escasa resistencia ante el viento de los huracanes.

    Árboles y árboles, tan numerosos como los que pueblan la poesía temprana de Octavio Paz, desfilando quietos y en rumor de follaje tanto en la Alameda Central como el parque Sullivan, frente a la casa de asistencia que mis abuelos regentearon por ese tiempo.

    Pero al llegar a dicha metrópoli mortífera, mi primera visión desde el avión fue la blancura de sus silenciosos volcanes, envueltos por amenazadoras nubes azules. Vaya, aparte de poder extraviarme en la Ciudad o envenenarme con sus nubes químicas, yo podría ser vaporizado por una repentina tormenta de fuego pompeyana.

    Esa primera noche en la Ciudad de México, usé pijama por primera vez (en Mazatlán bastaba un leve pantalón corto para el fresco clima nocturno) y me dormí sin ver televisión. Nos leyeron el inicio de un libro que no era para niños: El Principito, de Antoine de Saint-Exupèry, y esa velada la pasé con la inquietud de que los volcanes arrojasen su potencia destructiva, aprovechándose de la distracción de los humanos dormidos.

    Me encantaban entonces las rocas y pasaba tiempo analizándolas. Tanto los arrecifes llenos de penachos de espuma en Mazatlán como las oquedades de las minas de Copala, el pueblo de mi mamá, por lo que una montaña viva despertaba mi fascinación.

    Quería ser ingeniero de Minas para andar en un jeep, usar un casco de explorador y que todo mundo me llamase “Ingeniero” con auténtico respeto y, sin saberlo entonces, de paso cumplir uno de los sueños de mi madre. Mi abuelo había sido un gambusino que dejó tras de sí una leyenda de bonanzas y la búsqueda afanosa de una veta perdida...

    Donde mejor canta un pájaro es en su árbol genealógico y donde mejor se afianzan sus raíces es en el tejido secreto de su árbol geológico. La Ciudad de México a edad temprana enraizó con fuerza en mi memoria y en mi genésico imaginario selectivo, entonces dominado por el embrujo de la televisión y sus microondas.

    En el Museo de Historia Natural, vi las maquetas de los volcanes y la explicación sobre el candente lecho donde flota la capital. En una ida fugaz a Puebla, presenciamos desde un mirador su silueta en escorzo.

    Pero la maravilla monolítica que más se me grabó fue la visión de las meteoritas (se llaman meteoritos hasta el momento en que se desploman contra la tierra, cambiando así de manera sublime la palabra que los invoca) colocadas como guardianes cósmicos a la entrada del Palacio de Minería, donde una tarde crepuscular nos llevaron a caminar por el Centro Histórico, a ver la Alameda, el Caballito de Carlos IV y comernos un algodón de azúcar en el Zócalo. Ahí nos subieron a mí y a un primo a una de esos pétreos emisarios de la nube de Oort...

    Veintiséis años después, tendría la suerte de ganar un premio llamado como Gilberto Owen, hijo a su vez de un gambusino, y el galardón me sería entregado ahí durante una feria del libro, a mis 32 años.

    Emocionado y feliz, hablé del orgullo de recibir una placa metálica en una ancestral escuela de minería, donde mi abuelo materno se habría sentido orgulloso de ver a uno de sus nietos y también -imposible de olvidarlo-, donde mi abuela me había llevado a cabalgar sobre la cima de un meteorito.

    Ahora volví a presentar un pequeño cuaderno de historias que se llama Manual de Mineria Fantástica y, aras del destino, me lo presentó mi primo Diego Rodríguez Landeros, gracias a la cortesía de los amigos Juan Esmerio, Ernestina Yépez y Juan Salvador Avilés.

    La Feria de Minería es un importante foco de diálogo y encuentro cultural. Solo que al igual que el Carnaval de Mazatlán o la FIL Guadalajara, siempre es un foco cruel de crítica y descontento por los locales, los cuales terminan siendo los más beneficiados por su existencia, a pesar de sus detalles discordantes.

    Periodismo ético, profesional y útil para ti.

    Suscríbete y ayudanos a seguir
    formando ciudadanos.


    Suscríbete
    Regístrate para leer nuestro artículo
    Esto nos ayuda a identificarte mejor al poder ofrecerte información y servicios justo a tus necesidades al recibir ayuda de nuestros anunciantes.


    ¡Regístrate gratis!