Pamela, el huracán del miércoles 13 de este aciclonado mes de octubre, arribó a nuestras tierras clasificado en la categoría uno de la escala Saffir Simpson, llamada de esa manera en honor a sus creadores, los estadounidenses Herbert Saffir y Robert “Bob” Simpson, cuyas investigaciones científicas les llevó a establecer la categorización de los huracanes en función de su fuerza de viento, lo cual ocurrió en el año 1969.

    En dicha tabla, los huracanes categoría uno, como el Pamela, presentan rachas de viento entre 119-153 kilómetros por hora. En realidad las de Pamela fueron moderadas ya que ni tan siquiera alcanzaron el mínimo de vientos de la categoría y nada que ver con las del recordado Olivia que nos llegó el año 1975, clasificado en categoría tres con vientos que alcanzaron los 185 kilómetros por hora y cuyos daños pusieron al municipio patas para arriba, incluyendo más de una semana sin energía eléctrica y servicio de agua potable, cobrando además, 30 vidas.

    Y a propósito de nombres de huracanes, los defensores del lenguaje incluyente no han exigido que a los que son bautizados con nombre de mujer se les llame huracanas, de tal suerte, que no duden ustedes que cualquier chico rato estemos hablando de la huracana Pamela y las que posteriormente vengan.

    Para disgusto de sus detractores y siguiendo la línea de los huracanes, el que anda con un ritmo de acción política categoría cinco en la escala Saffir Simpson, es decir, con una velocidad de entre 251 y 400 kilómetros por hora, es el Presidente de la República Andrés Manuel López Obrador, cuyos inusitados ventarrones, traen azorados a sus adversarios políticos, ya que lo mantienen flotando con un promedio del 61 por ciento de aceptación entre los gobernados, según encuestas de distintas empresas y organismos de reconocida seriedad y que no se distinguen propiamente por dispensarle simpatías al tabasqueño.

    Por otro lado, si tomamos en cuenta los resultados de la gestión gubernamental de López Obrador, no alcanzan el nivel como para calificarlo como un excelente gobernante ya que muchos grandes temas como los de salud, violencia y hasta la propia corrupción, quedarán como pendientes al final de su sexenio. El sistema de salud pública sigue en estado precario, tal y como lo recibió; la violencia que corre aparejada con la impunidad, no se ha ni tan siquiera aminorado y continúa siendo un azote público y la corrupción continúa viva, haciendo estragos en las finanzas públicas.

    Cierto, también hay que hacer resaltar, entre otros, los grandes aciertos que la presente administración federal ha logrado en el tema laboral y en el otorgamiento de la pensión universal para adultos mayores, así como la rigurosa aplicación de las obligaciones fiscales a grandes contribuyentes que se habían acostumbrado a no cumplir con la tributación que les corresponde, pero todo esto, no le da a Andrés Manuel, para escribir en la historia una gobernanza de enorme trascendencia, pero sí, para ser todo un caso de un destacado y habilidoso actor político, quien, pese a todas las circunstancias adversas, como la pandemia y la imparable sucesión de ataques en los medios de comunicación, ha logrado mantener un alto índice de aceptación entre la población, siguiendo la lógica que le dicta su redomada experiencia política.

    Su alto índice de aceptación deriva del hecho que ha sabido explotar muy bien la irritación popular levantada por los gobiernos que le antecedieron, los cuales, se sumieron en la corrupción y privilegiaron la economía de mercado sobre el bienestar del grueso de la sociedad, y justamente, con esa gran masa de inconformes, que componen la mayoría del electorado, es con la que Andrés Manuel mantiene un sólido puente de comunicación.

    Y si a eso le agregamos que tiene una oposición desarticulada, la cual baila al son que le marca el discurso presidencial, da para pensar que la popularidad del controvertido tabasqueño continuará firme, a pesar de sus desaciertos. ¡Buenos días!

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