ENGENDROS. SEGUNDA PARTE. Algunos, rugían mostrando los dientes; algunos, cuando el domador se les ponía a tiro, le dirigían zarpazos, que él evitaba con una pirueta.
- ¡Mi madre, se lo van a comer!- me susurró Ida, apretándome el brazo. Hubo un redoblar de tambores; el domador se acercó a un león más viejo que los otros, que parecía muerto de sueño y no rugía, le abrió la boca y metió dentro de ella la cabeza, tres veces seguidas. Yo dije entonces a Ida, mientras atronaban los aplausos:
- No lo creerás... pero yo me atrevería a entrar en la jaula y a meter la cabeza en la boca del león. Y ella, llena de admiración, apretándose contra mí:
- Ya sé que serías capaz.
Al oír estas palabras, la mujer rubia y el joven deportista se echaron a reír, mirándonos con intención. Esta vez no podíamos ignorar que se reían de nosotros, e Ida, molesta, murmuró:
- Se ríen de nosotros... ¿por qué no les dices que son unos mal educados?
- Debes decirles que son unos mal educados... Si no lo haces, eres un cobarde.
Fui en derechura hacia el hombre y, con voz firme, le dije:
- Dígame... ¿se estaban riendo de nosotros?
Él casi no se volvió y me respondió sin vacilar:
- No, nos reíamos de una rana que quería ser buey.
- ¿Y yo sería la rana?
- La primera gallina que canta es la que ha puesto el huevo.
Ida me empujaba con la mano que me tenía agarrado el brazo, y yo contesté, levantando la voz:
- ¿Sabe lo que digo?, que es usted un ignorante y un patán.
Él, brutalmente, replicó:
- ¿Cómo, cómo? Ahora los gatos gastan zapatos...
La mujer se echó a reír y entonces Ida, furiosa, intervino diciéndole:
- No hay mucho de qué reírse... Y además, en vez de reírse, no se restriegue tanto como mi marido...
¿Es que se cree que no la he visto? No ha hecho otra cosa que rozarle con el brazo durante todo el tiempo.
La mujer respondió indignada:
- ¡Hijita, eres tonta...!
- No, no soy tonta..., te he visto restregarte.
- Pero, ¿cómo quieres que me interese un engendro como tu marido?
- Ahora hablaba con desprecio-. Si tuviera que restregarme, me restregaría con un hombre de verdad... Éste sí que es un hombre de verdad -y al hablar así copió el brazo de su amigo, como se coge en la salchichería un jamón para mostrarlo al cliente-. A este brazo sí me restregaría... Mira qué músculos... ¡Mira, qué fuerte es!
El hombre, a su vez, se me acercó y me dijo, amenazador:
- Bueno, ya basta... Largaos... Será mejor para vosotros.
- ¿Quién lo ha dicho? -grité, exasperaro, poniéndome de puntillas para colocarme a su altura.
La escena que siguió la recordaré mientras viva. No respondió a mi frase, pero, de repente, me agarró por los sobacos y me levantó en el aire como si fuera una pajita. Precisamente, detrás de nosotros se encontraba una familia de elefantes. Aquel chulo, pues, me levanta y de repente me coloca en la grupa del elefante más pequeño. El animal creyó quizás que había llegado el momento de presentarse en el circo y empezó un trotecillo conmigo en la grupa, por el pasillo que había ante las jaulas. Toda la gente escapa, Ida corre detrás de mí gritándo, y yo, a horcajadas en el elefantito, tras haber intentado en vano agarrarme a las orejas, al llegar al fondo del pasillo resbalo y me caigo al suelo, golpeándome en la parte de atrás de la cabeza. No sé lo que ocurrió después, porque me desvanecí, y cuando volví en mí me encontré en la enfermería con Ida, sentada a mi lado, apretándome la mano. Posteriormente, cuando me encontré mejor, volvimos a casa sin ver la segunda parte del espectáculo.
Al día siguiente le dije a Ida:
- Ha sido culpa tuya... Me llenaste la cabeza de humo, haciéndome creer quién sabe qué... En cambio, aquella mujer dijo la verdad: no soy más que un engendro.
Pero Ida, tomándome del brazo y mirándome, dijo:
- ¡Has estado magnífico!... Él tuvo miedo y por eso te colocó sobre el elefante... Y, además, cabalgando al elefante, estabas muy guapo...
¡Lástima que te hayas caído!
De manera que no había nada qué hacer. Para ella yo era una cosa, y para los demás era otra cosa. ¿Se puede saber qué verán las mujeres cuando aman?