Irad Nieto
En estos días en que los intelectuales abandonan la crítica maldiciente para convertirse en inofensivos didactas del orden democrático o en teólogos del liberalismo económico, algunas novelas pueden representar una alternativa crítica. No me refiero a novelas de compromiso político, ideológicamente servil, sino a aquellas cuyo compromiso literario es total, quiero decir: estético, ético, social, cultural y político. Novelas que estallan frente al dudoso reinado de la literatura de entretenimiento. Como, por ejemplo, Recursos humanos, la segunda novela hiperrealista de Antonio Ortuño (Guadalajara, 1976), finalista del Premio Herralde de Novela 2007.
Recursos humanos es una lograda diatriba novelada. Un odio contado (confesado) en primera persona que avanza rastrero como serpiente. La historia de un rencoroso pirómano de oficina (Gabriel Lynch) y también la descripción de la mezquindad (el compadrazgo, los hijos de papi y el adulterio rutinario) como mecanismo de ascenso laboral. Si en El buscador de cabezas (2006) Ortuño parodió con eficacia a la derecha fascista de México, en esta novela dirige su crítica mordaz al micro mundo de la empresa y su entramado laboral. Con la gracia hiriente de la ironía, el narrador va tensando la cuerda de nuestra insípida cotidianidad urbana. La empresa, el burdel y otra vez la empresa, sus escenarios. Los gerentes, los supervisores, los obreros y las pájaras de oficina o de prostíbulo, sus personajes.
Me llamo Gabriel Lynch y mis días se agotan en un escritorio de la división de impresiones de un conglomerado de diseño y edición, dice el resentido narrador y personaje principal de Recursos humanos. Lynch es un empleado mediocre que aspira a sentarse en la silla de cualquiera de sus jefes, y está dispuesto a todo para conseguirlo. Su odio es proporcional a la insatisfacción de sus anhelos de gerentillo. Carece de poder, pero acaricia con esmero su odio a los amos de la empresa que se pasean por pisos inaccesibles a los esclavos como él. Allá arriba los ángeles; acá abajo las explotadas larvas que nutren el subsuelo de la empresa. ¡Por qué ellos y él no! Gabriel Lynch es la envidia en combustión. Una montaña de rencores a punto de caer.
Cáustico, Lynch se columpia entre la ironía y el sarcasmo. Sus invectivas son cápsulas de un cinismo tan instructivo como el de Cioran. Su perorata se desenvuelve en oraciones cortas que no escatiman fluidez a sus historias; al contrario, le dan una contundencia aforística: un hombre no es el mismo luego de ganar dinero. El dinero extrae al buitre que vive en nosotros; hay algo en los bondadosos que me arrastra a la apatía; cada insulto que lanzamos es un acierto porque cada víctima lo merece, porque cada hombre oscuramente desea que le ajusten las cuentas; amor físico: el mutuo saqueo de unos cuerpos.
Al principio de la novela, Lynch politiza su rencor como un auténtico anarquista y lo cubre con argumentos de clase. Pero, en realidad, la lucha que emprende este empleado solitario tiene un origen más ordinario: su profundo arribismo. Es un terrorista del escalafón. Un alpinista extremo de la nómina.
Si hay algo que el autor perfiló demasiado bien fue a su personaje. Supo mirar, pensar y respirar como él. Se incrustó en su piel y nos hizo creer sus mentiras.
Antonio Ortuño es una de las voces más furiosas y originales de la nueva narrativa mexicana. Una refrescante irrupción de la rabia en un mundo de monerías.
Recursos humanos es un manual de la injuria urbana.
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