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"El Octavo Día"

"Margarita Piña, maestra"
EL OCTAVO DÍA
15/11/2015 07:54

    Hoy quisiera hacer un acto de justicia y unir mi columna sobre el Día de la Madre con el Día del Maestro. No pocas veces esos roles han sido intercambiados por la vida.
    Aprendí a leer en un tiempo donde Plaza Sésamo era novedad: apenas soy mayor que dicho programa televisivo por dos años, así que desde muy niño conviví de manera muy cercana con las letras.
    Sus bizarras animaciones, donde una letra sufría transmutaciones y luego se convertía en los objetos que representaban, quizás me condicionaron a pensar en más de tres dimensiones al comparecer mi mente ante una vocal o consonante.
    A la fecha, si veo una letra "V" solitaria, recuerdo a unos Vikingos navegando con una "V" gigante en la Vela, la cual luego se convertía en la palabra Victoria, pronunciada por los osados aventureros al llegar a una costa. Borges de niño leía a las sagas y yo tenía Plaza Sésamo.
    Ya en la primaria, la maestra Margarita Piña me enseñó mis primeras palabras completas. Y nos pidió un libro que se llamaba, precisamente, el libro de Mis primeras letras... El otro que usábamos era el libro de español, que tenía en la portada un cochinito de barro estrellado del que caía un alfabeto en desorden. Desde ese momento supe que las letras eran un tesoro, pero antes de eso, tuve que darme varias estrelladas con la gramática.
    No fui nunca un alumno aplicado. De hecho, mis calificaciones fueron de un niño promedio, siempre al borde de la catástrofe. Sólo era bastante preguntón, fantasioso y autosuficiente, cualidades y defectos larga y vanamente combatidos.
    El Libro del cochito era uno de los libros de texto gratuito, editados en 1972, y en la primaria leí bastante los cuentos de Antonio Alatorre, Margit Frenk, la maestra sonorense Armida de la Vara y Gonzalo Celorio, quienes fueron sus principales creadores. Por cierto, a cada uno de ellos me los fui encontrando en diversos momentos de la vida y les recordé haber sido uno de sus lectores cautivos… él único que se sacó de onda fue Celorio y me lo dijo: "Cabrón, tengo un hijo de tu edad que no se acuerda de mis textos".
    En mi escuela primaria, el silabario de San Miguel era cosa arcaica. Desde el primer día, nos pusieron a escribir palabras. La maestra Margarita Piña tenía varios cartelones a lo largo del salón con dibujos o recortes de objetos que iniciaban con la palabra en cuestión.
    Un dibujo con la palabra base encabezaba la enumeración alfabética de los morfemas. Para la letra "eñe" venía un boceto de Ñoño. Y la "K" mostraba un dibujo de un sonriente Kalimán, el personaje más serio de todo el mundo de las historietas. Sorprendía que el hombre increíble accediera a sonreír, por el bien de nuestra educación, aunque yo era excelente para realizar el actus mortis en medio de la clase.
    Ese Kalimán dibujado con un rostro sonriente y el turbante provisto de una K en lo alto, y abajo suyo los derivados musicalmente repetidos todas las mañanas: KA-KE-KI-KO-KÚ. La maestra los salteaba para poner a prueba nuestra memoria y, con un poder tan indescifrable como los del propio Kalimán, llegamos a captar el secreto de su significado.
    Margarita Piña era amiga de mi familia y, quizás como una atención, me sentó en la misma banca que su hijo Miguel, quien con el tiempo sería un reconocido navegante. Fue tan imparcial que me enteré de que era su hijo hasta meses después, precisamente en una piñata de mis primos.
    Éramos grandes amigos y el otro compañero fue Einar Brodden, rubio y sueco como un personaje de Borges.
    En mi naciente mundo literario, mi primera maestra fue fundamental en mi formación. Al iniciar este difícil 2014, vi una esquela que anunciaba su partida de este mundo físico y por eso hoy quisiera recordarla. Agradezco su infinita capacidad de ternura y permanente don para multiplicar su paciencia: dones que legiones de niños recibimos y aún le recordamos con cariño a la hora de tomar un libro o descifrar la magia de las letras.