De niño descubrí La Iliada en casa de mis abuelos y también, en un volumen dedicado a la arqueología vecino a éste, una visión de las ruinas de las murallas de Troya, descubiertas por Heinrich Schielmann. Desde entonces transcurrí varios años con la creencia de que lo narrado en los mitos era real. A veces vuelvo a creerlo.
Yo desembarqué en La Iliada a la edad de 12 años. Pude haberla leído mucho antes, nada más que, como a la mayoría de los lectores, me asustaba la posibilidad de que fuese aburrida, a diferencia de las versiones para niños que antes frecuenté.
Recuerdo perfectamente el día que me atreví. Y sucedió porque ya no tenía otra cosa que leer. Fue un sábado por la mañana, durante las vacaciones veraniegas cuando abrí las hojas amarillentas, ligeramente humedecidas por el ambiente, y leí las primeras frases: "Canta, ¡Oh, musa! la cólera de Aquiles!".
El principio me aterrorizó por lo urgente de la situación: frente a las murallas de Troya, los griegos salían de pleito por culpa de la esclava Briseida y Aquiles se marchaba indignado a hacer el berrinche a su barco, poniendo en peligro a sus propios compañeros. En menos de dos páginas, el héroe se convertía en antihéroe. No me atreví en ese momento a soltar el libro porque contenía más acción que la matinée del Cine Reforma.
Más adelante, cuando en un momento crítico el joven Patroclo fue a suplicarle a Aquiles que volviera a la pelea, mi mamá me llamó para decirme que ya era mediodía y era momento de comer unos ricos tacos de carne asada.
Suspendí a regañadientes la lectura y le dije que me esperara un ratito, porque quería ver que pasaba con Eolo, el dios del viento, quien en ese momento llegó muy oportuno a arrojarles arena candente a los ojos de los troyanos. El resto de ese sábado memorable fue vivir batallas y batallas, más entretenidas que las de La guerra de las galaxias, otra chifladura de la época. Así que al aparecer la noche llegué con tristeza y asombro al final de ese resplandeciente libro.
Hay una escena prodigiosa que nunca vimos en el cine. Inicia cuando Aquiles desafía a Héctor desde el pie de la muralla y le exige que salga a pelear, y le llama "ojo de perro, corazón de ciervo" entre otros insultos que en griego deben sonar fuerte. Las princesas troyanas claman llorando a Héctor que desatienda los reclamos estentóreos de Aquiles y que no salga a combatirlo, así como su asustada madre y el mismo rey Príamo. Héctor no responde, mientras sigue colocándose la armadura.
Entonces, ocurre lo que más marcó de La Iliada, que es el instante que Andrómaca se acerca a su esposo Héctor y le pide que no salga a enfrentar el duelo con aquel semiDios. Yo no he visto el rostro de Andrómaca, pero me la imaginé bellísima de hace cuatro mil años, más luminosa que la propia Helena, al tiempo de decirle a Héctor que ella no quiere que salga. Andrómaca le dijo a su guerrero: "Héctor, tú eres para mí, mi padre y mi señora madre y mis hermanos. Pero sobre todas las cosas, eres el amor que florece y sigue siéndolo. Quédate y entonces te amaré hasta el día de mi muerte y un día más".
Héctor escucha a la llorosa Andrómaca. Se detiene con el yelmo en la mano; mira su rostro; vacila por unos segundos y, luego de bajar la espada, se coloca con un solo movimiento el casco en la cabeza y, firme y decidido, sale al pie de la muralla para que Aquiles lo mate.
Todavía hay gente que me alega que el libro termina con el incendio de Troya, pero no es así. Recuerdo muy bien la frase final y desde entonces retumba en mi memoria. "Y así fue como terminaron los funerales de Héctor, domador de caballos".