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"El Octavo Día"

"La realidad del lector"
EL OCTAVO DÍA
15/11/2015 07:12

    No sé si sea cosa de la edad, pero ahora la literatura de Juan Carlos Onetti se me hace más real que la de García Márquez.
    Sigo disfrutando al colombiano, y sigo pensando que sus obras son una piedra angular del español del Siglo 20. Cien años de soledad y muchos de sus otros textos han aguantado y lo harán con la prueba del tiempo, la del fuego tecnológico y la indiferencia posible de los lectores del año 2080.
    Pero los sórdidos, deprimentes y aburridos relatos de Onetti, que de joven no me provocaban mucha admiración, ahora los encuentro más vividos y vívidos.
    Siento más realidad en la melancolía del personaje Larsen, tratando de administrar un astillero en oxidadas ruinas, que en ciertas escenas de García Márquez que más parecen de una película de los hermanos Soler, especialmente en El amor en los tiempos del cólera, su novela más sentimental y complaciente.
    Ambos escritores tuvieron vidas difíciles, quizá más breve y dura de la Onetti por un alcoholismo que lo postró por muchos años. Desde 1967 a la fecha, la obra de García Márquez y su vida han conocido un éxito creciente, un fenómeno sin parangón previo, mientras que Onetti acabó sus años en una espeluznante casa de Madrid, alimentándose básicamente de whiskey.
    ¿En qué consistirá el cambio de mi percepción? Será muy difícil definirlo. A lo mejor me llegó a la mente una actualización como las de internet y mi corazón de lector separa lo vivido de lo artificiosamente literario de manera más cruel y automática. Dicen que los que pasamos y nos pasmamos demasiado tiempo con internet comenzamos a ver todo con criterio de buscador de Google.
    Toda literatura es artificio, aclaro. El que use esa palabra que recuerda el arte de ficcionar no es que quiera decir que eso sea falso. La manera en que un autor utiliza sus recursos literarios y también el manejo de su historia - real, escuchada o inventada - quizás sea la clave del éxito literario o también del fracaso artístico.
    Hace unos años leí Abril rojo, ganadora del premio Alfaguara de Novela, escrita por Santiago Roncagliolo, en aquel tiempo un joven de 29 años contra los 36 que yo tenía. Su trama me encantó y el comienzo asombra: la novela iniciaba como informe policial en que se nos contaba el hallazgo de un cadáver sin cabeza y sin un brazo que, al parecer había sido metido a un horno. Los resultados de la autopsia revelaban que las heridas se le habían hecho al cadáver estando con vida la persona.
    Dicha escena me pareció real, y un inicio deslumbrante por su crudeza y precisión al describir la crueldad humana. El autor nos hacía estar en el momento en que se descubría el cuerpo y nos estremecía cuando informaba que uno de los posibles hornos para hacer el acto de crueldad estaba en un sitio propiedad de unos religiosos.
    Pero más adelante, Roncagliolo se perdía al escribir la serranía de Perú y las guerrillas y crueldades de Sendero Luminoso. Ahí se esfumaba la verosimilitud, la fuerza de la descripción y sentí que el autor no sólo no conocía el mundo que escribía, sino que además, me estaba mintiendo.
    En la literatura, esas imposturas son tan peligrosas como cuando en el cine vemos la cuerda que sostiene a los OVNIS en una película de Ed Wood o adivinamos el telón pintado que se mueve en acciones exteriores, esas donde los protagonistas fingen manejar un vehículo.
    Por otro lado, hay escritores que nos hacen sentir la gran verdad de su obra sin caer en detalles tremendistas o estremecedores.
    En su tiempo, el inicio de El extranjero, de Albert Camus asustó a los lectores por su sinceridad inmediata: "Hoy murió mi madre. O quizá ayer, no lo sé". Más adelante, describe un calor tan bárbaro que el personaje asesina a unas personas porque se siente a punto de enloquecer.
    Realidad y literatura. La diferencia estará siempre no solo en el torno, si no en la forma de contar, transportarnos y transformarnos.