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Columna

El pórtico del paraíso

EVANGELIZACIÓN, EDUCACIÓN Y CULTURA
17/06/2025 11:13

    La densidad del campo denota profunda paz, la figura humana contempla el dilatado horizonte, en concentrada observación, el camino, a su lado, acompaña la observación, mientras el árbol parece adormecerse en la apacible laxitud de su follaje.

    Sin importar las categorías raciales, invento del hombre, la naturaleza juega un intercambio lúdico, con un mundo que tiene mucho por ofrecer, un colorido no siempre reconocido por el hombre, sumido en la estrecha dimensión de su egoísmo, concentrado en los límites de su propio ser, mientras el mundo se abre en ilimitada densidad.

    Una mítica historia de armonía y felicidad se esconde en los albores de la civilización; el buen Dios creó al hombre para ser dueño de todo lo creado, para el dominio pleno con su sabiduría inteligente, que lo llevaría al buen uso de todas las creaturas, como medios de servicio para llegar a la posesión completa de la felicidad.

    Ni riqueza, ni pobreza, son los motivos de sobresalto, la conformidad con el entorno ambiental, en el cual se encuentra inmerso el ser humano, marcan los límites a la ambición y en completo alcance de la vida plena.

    La felicidad desde la riqueza interna brota, relativizando ausencias o presencias de valores materiales, concebidos, tan solo, como medios para alcanzar el fin, pero nunca como fines en sí mismos. La verdadera riqueza se encuentra depositada en el interior del mismo ser y es el tesoro escondido, por el cual bien vale apostar por todos los otros bienes.

    Encuentra el pasado un rico caudal en el presente ya vivido, una juventud escondida en la máscara de la huella del tiempo, pero vuelta vivir en la magia del recuerdo, el viejo tiempo es la experiencia del momento, cuyas carencias, ya pasadas, han quedado en el momento ya vivido.

    Que importa el paso del tiempo y la marca de sus huellas, aunado a las carencias materiales, cuando se tiene el privilegio de estar de estar viviendo en la majestuosidad de un mundo, el cual se nos dio y que nunca acabaremos de conocer y admirar.

    El interminable sueño del infante, en el regazo de la madre o en brazos del viejo, se funde en el lenguaje del misterio que habla del principio y el fin del fenómeno humano, es invitación a contemplar la profundidad de la paz interna, para llevar consigo la experiencia de una vida que rejuvenece en la permanencia del presente en el pasado

    En la entrada del Edén un eterno guardián, el ángel con ígnea espada custodia, mientras el hombre, desterrado, vaga por los sórdidos senderos de su insensatez, pretendiendo hacer del mismo Dios propiedad privada.

    La fugacidad de un momento nos permite mirar a su interior y al contemplar aquel perdido paraíso nos percatamos de su cercanía y la distancia que establece el ser humano en su irracional búsqueda de felicidad: “El reino de los cielos no llega aparatosamente, no se podrá decir ‘está aquí´ o ‘está allá´, porque el reino de Dios ya está entre ustedes”.