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Columna

El retrato de mi madre

EL OCTAVO DÍA
09/05/2021 13:36

    Así se llama uno de los textos más bellos y poco conocidos de la literatura mexicana, escrito por el oaxaqueño Andrés Henestrosa y rescatado por Octavio Paz en 1940.

    “El retrato de mi madre” no era originalmente un relato para publicarse, sino una carta que Henestrosa le mandaría a una amiga de Nueva York, contándole su infancia en Ixhuatán y narrándole los pasajes más intensos de la vida de su madre. Paz le pidió un artículo para una revista y Henestrosa le confesó que no tenía nada hecho, tan sólo una larga carta redactada a máquina, la cual le mostró en ese instante.

    El futuro Premio Nobel le pidió permiso para publicar un fragmento y así fue como el resto de los mortales conocimos un relato vívido y deslumbrante.

    La belleza del texto radicaba, además de lo humano y pintoresco del relato, en la claridad de su prosa, la cual fluía sin tropiezos, como agua en la memoria, al decir de Paz.

    Más que hablar de la solidez de este escrito, valga el comentario para reflexionar en el impacto que ha tenido y tendrá siempre la figura de la madre en el mundo del arte.

    No hay creador que no haya sentido correr por su vena el sentimiento materno, abriéndose paso entre sus dedos, para llegar al cincel, la pluma o la paleta de colores, y erigir así un testimonio a ese fulgurante sentir y conciencia de la vida que es, en definitiva, el haber tenido una madre.

    Leo “Adiós, poeta”, un libro de Jorge Edwards donde narra los últimos años de Pablo Neruda, el sensible artesano verbal que convertía en poesía cuanta cosa tocaba con su verso. Edwards, quien fuera su secretario cuando el poeta fungiera como embajador de Chile en Francia, cuenta algo que Neruda ya había confesado en sus memorias: toda su vida tuvo la melancolía de no haber conocido el rostro de su madre. Había fallecido al tener él edad muy temprana.

    Para fortuna de aquel niño, hijo de un apacible ferroviario, y también para fortuna de la literatura, su segunda madre fue una mujer cariñosa y atenta. Tanto así, que nunca le llamó madrastra, sino Mamamadre, palabra con la que le nombra en Confieso que he vivido y se refería ante ella, según algunos testimonios.

    Sería a principios de los años cincuenta cuando una señora que había conocido a la mamá de Neruda, enterada de lo anterior en una entrevista, le hizo llegar una vieja fotografía donde aparecía la primera autora de sus días... (La palabra mamá biológica nunca me ha convencido por su frío toque científico, conferido a unas insignes damas que por naturaleza son todo lo bueno de la naturaleza, menos frialdad).

    Neruda estuvo emocionado un día completo y ese mismo día extravió la foto. Era un momento de confusión, en su época de la lucha por el socialismo, y mantenía una existencia incierta y errante por esos años. Quizá la imagen de su madre original le había llegado en un momento en que era necesario verse en el espejo de su antecesora: el rostro sublime que no queremos perder y siempre anhelamos.

    Más de veinte años después, al empezar a manifestársele el cáncer que le llevaría a la tumba, Neruda volvió a encontrar esa fotografía y desde ese momento, no pasó un día sin que dejase de ver la imagen de esa dulce señora que dio luz y vida al poeta en el año de 1904.

    La figura de la madre será siempre la primera fuente de inspiración para todo ser humano. No sólo para el artista consagrado, sino también para el pequeño que redacta trabajosamente un mensaje en una hoja de su cuaderno, agazapado en la cocina, o el adulto que teclea en un artefacto de internet lejos de casa.

    Entonces sí habremos cumplido con justicia su máximo deseo: perpetuarse en nosotros, formados en sus enseñanzas, convertidos en el más vivo reflejo de su sabiduría, el manantial que no cesa y la verdadera piedra filosofal de la ternura. Fuentes de luz, destellos de genealogías, agua que nunca se queda quieta y vive en el torrente perpetuo de la memoria.

    No hay creador que no haya sentido correr por su vena el sentimiento materno, abriéndose paso entre sus dedos, para llegar al cincel, la pluma o la paleta de colores, y erigir así un testimonio a ese fulgurante sentir y conciencia de la vida que es, en definitiva, el haber tenido una madre.