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Columna

La moneda de José Guadalupe

EL OCTAVO DÍA

    Uno de mis ejercicios favoritos cuando imparto talleres de escritura y tengo una persona nueva es pedirle que escriba una sencilla página o dos sobre una moneda.

    Así de sencillo es mi primera evaluación... ¿O debería decir diagnóstico? No importa: a escribir solo se aprende haciéndolo, como aprender a enamorar a una mujer.

    Les pido que me describan en una moneda como si nunca yo la hubiese visto y que, aparte, me cuenten una historia de por qué eligieron precisamente dicho instrumento económico en particular. No se vale una moneda abstracta.

    Aparte de qué con ese texto resultante se me revela la manera en que ellos manejan la sintaxis, la puntuación y el fraseo, este ejercicio me permite conocerlos un poco en lo personal a primera instancia. Muchos aprovechan para compartir sus emociones más sinceras y profundas, tal como ocurre con la verdadera literatura.

    Por ejemplo, una señora me contó en su escrito cómo hizo un viaje a Europa y compró en un museo de Francia una moneda muy antigua, la cual no tenía un precio alto, y lo atesoró para así, maravillada de poder tocar y tener a su alcance un objeto con varios siglos de edad, y regalársela más adelante a su primer nieto, el cual estaba por nacer.

    Al regreso, vía Los Ángeles, decidió estar unos días con una hermana allá radicada, así que tomó un taxi en el aeropuerto y para su desazón, el taxista se largó con todo y sus maletas llenas de los regalos de ese viaje antes de que se subiese.

    De ese tour nada más le quedó esa moneda antigua porque la llevaba en su cartera y tomó todo esto como una lección de humildad que le mandaba el cielo: la pérdida solo era material y ella se había quedado con las dos cosas más valiosas: su vida y esa moneda..

    Otra señora, en otro curso, eligió el dólar de plata de John F Kennedy porque toda su generación recordaba lo que estaba haciendo ese día y ella, más que nadie, porque ese día también falleció su esposo. “Dios mío, todo el mundo en el funeral hablando de qué iba ya haber guerra”, me confesó.

    Al final, el texto cerraba narrando que hoy en día se sentía un poco confortada de llevar siempre consigo esa moneda, como un símbolo secreto y personal de esa última noche que pasó su marido sobre esta tierra.

    Pero una de las historias que más me han encantado la escribió un amigo mío, recientemente fallecido, José Guadalupe Delgado, compañero quien llegó a mi taller siendo un contador muy disciplinado, deseoso de mejorar su forma de redactar. Incluso después de terminar conmigo su periodo, emprendió la carrera de derecho.

    Pepe eligió el peso de José María Morelos de los años 70. Con mucho orgullo, me contó que él de niño boleaba zapatos en el malecón y siempre andaba cargando pesos y pesos en la bolsa. Ya no vemos niños lustrando calzado porque, por fortuna, las nuevas leyes no lo permiten, pero en aquel tiempo era una forma en que ellos ayudaban a sus mamás.

    En aquella época era muy común ver a esos niños boleros jugando entre sí a los volados; sí, Pepe me confesó que él, como esos niños, también en las pausas del trabajo se metía esa diversión aleatoria.

    Me contaba que su día de máxima felicidad era cuando tenía buenas ganancias y se premiaba a sí mismo yéndose a su casa en pulmonía. Era una maravilla no caminar tantas cuadras cargando el cajón y llegar a su barrio en ese vehículo tan mazatleco y divertido como es la pulmonía.

    También escribió que entre sus clientes favoritos hubo una guapa jovencita que años después sería Señorita Sinaloa y luego Miss México y él le arreglaba las zapatillas. Algún poder mágico quizá le transmitió a esa triunfal cenicienta, se animaba a pensar, divertido.

    Su texto me trajo recuerdos y me confirmó que él pertenecía con gran orgullo a la cultura del esfuerzo, el trabajo y la dedicación para salir adelante, valores que vemos como poco a poco hoy se desvanecen.

    Persona como él nos hacen falta, que emprendan sus retos cotidianos sin querer irse a la primera por la trampa del menor esfuerzo... Hasta la vista, Pepe, vuela alto, que aquí nos quedamos con tus escritos y este admirable ejemplo, tintineando como una moneda que nunca deja de brillar.

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