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"CUENTO"

"Las alas de Cupido"

"Entré al lugar encogida por la inseguridad. Debía hacer mi servicio y finalizar mi carrera de psicóloga para graduarme ese verano. Era el centro psiquiátrico más accesible a mis necesidades"
16/11/2015

    Melly Peraza

     Entré al lugar encogida por la inseguridad. Debía hacer mi servicio y finalizar mi carrera de psicóloga para graduarme ese verano. Era el centro psiquiátrico más accesible a mis necesidades.
    Mi maestro señaló a una jovencita de ojos huidizos y labios tristes sentada en una gradilla del jardín. La abordé. Descansaban sus manos sobre el regazo. Me senté a su lado. Me miró de soslayo y luego bajó la cabeza hasta tocar su pecho con el mentón. Durante minutos no hablé, pero saqué de mi bolso una envoltura con galletas y se la ofrecí. Sonrió y en seguida las tomó cautelosa. Pregunté cualquier cosa que se me ocurrió. Deseaba abrir un diálogo.
    ¿Te gusta el jardín? Sí, y los pájaros, dijo, alzando los ojos hacia las aves. Son hermosos, a mí también me gustan. Ellos suben alto y se van al cielo. Sí, pero algunos se quedan a deleitarnos con su canto. A muchos pájaros les gusta vivir aquí encerrados. ¿A ti no? No, no, no, yo quiero vivir en el convento. ¿Quieres ordenarte de religiosa? Así debe ser, debe ser así... ¿o no? ¿Por qué debe ser así? Es que, Caridad dice que así debe ser... no sé por qué estoy aquí, esta casa no es convento y hay mujeres vestidas de blanco.
    No recuerdo cuando Caridad me llevó al convento para ser monja. ¿Cuántos años tengo?, ¿lo sabes tú? ¿Es cierto que soy asesina?, ¿lo sabes tú? La señora Caridad, la que me cuidaba, decía que yo era especial, una niña diferente con el alma pura y blanca, que por eso debía servir a Dios. Pero aquí una mujer dijo que soy asesina, ¿lo sabes tú?
    En los expedientes de Blanca Valenzuela hay bastantes incongruencias. Víctima de una educación distorsionada a la cual no se le puede llamar normal. Su madre, una mujer joven, irresponsable, amante del alcohol y las juergas pagaba a su arrendadora solitaria para que cuidara a Blanca. Caridad, solterona rígida, beata y santiguada se prestó por dinero que Carmen extraía de su mísero sueldo, de su trabajo en una fábrica de colchones. La casera la cuidó a Blanca desde que tenía un año de nacida.
    Caridad, mujer ordenada, adicta a la limpieza lo mismo que a las iglesias y a la Biblia. La llevaba todos los días a misa de siete de la mañana y por la tarde su rutina era rezar el rosario de las seis.
    Carmen, su madre alcohólica lo aceptaba todo, así podía desligarse de su responsabilidad sin albergar remordimientos por su abandono a la menor.
    Blanca creció con preceptos equivocados de lo que es la piedad, y de cómo ganar el cielo para no conocer el infierno. Según los esquemas bíblicos que presumía Caridad, tenía claro que debía trabajar mucho a Blanca, para cuando la muerte llegara a su lecho pudiera disfrutar el cielo a cambio de su regalo al creador, una virgen ganada a pulso como excelente intermediaria.
    Nunca le permitió a Blanca que la llamara mamá: tienes una madre, decía, aunque mejor no debías tener. Esa es una porquería; no te sirve para nada.
    A los 8 años, la niña ya tenía la seguridad de que Satanás se montaba en su madre, andaba suelto por el mundo y acarreaba montones de almas al infierno hasta no darse abasto. Así se lo aseguraba Caridad.
    Una noche cualquiera, su madre no regresó al cuarto que Caridad le rentaba. Blanca no la extrañó. La miraba esporádicamente. Cuando ella estaba en la escuela su madre dormía y al regresar del rosario ya no se hallaba en casa. El epíteto de mamá le era ajeno.
    Los habitantes de la colonia pensaban que Caridad era su madre y hasta les encontraban parecido físico y admiraban la devoción con que la cuidaba.
    Nadie le habló de un padre a Blanca. Se hizo a la idea de que nunca lo tuvo y llegó al mundo por mero incidente. Caridad no hablaba de su madre, cuando lo hacía era para decir: Carmen es una pobre mujer que trae en su sangre el veneno del pecado. Satanás la tiene en sus garras. Pobre mujer pecadora, donde quiera que esté no tendrá salvación.
    Despertaban al alba. Caridad y ella se arrodillaban frente a un enorme crucifijo y pedían un montón de cosas. A los 9 años, Blanca ya conocía el misal y el rosario completo.
    Una tarde, buscando algo en el cuarto de los trebejos, Blanca encontró un cuadro de una virgen y dos ángeles escoltándola. Uno de ellos cargaba en sus manos un arco y flechas. Lo miró largo rato y lo desempolvó para mostrarlo a Caridad, ya que la intrigaba un detalle: quién era el ángel del arco y la flecha, por qué era moreno, tenía ojos verdes y sonrisa cautivadora.
    La respuesta fue catastrófica para sus 9 años y la mentalidad con que la educaba: ese ángel, dijo, se llama Cupido, es el que destruyó a tu mamá, con un tremendo flechazo que lanzó a su corazón la dejó exterminada para siempre. ¡Ni siquiera tú le importaste! Debe seguir hundida en el pecado. Ese es un ángel pecaminoso. ¡Guarda ese cuadro en un rincón, o ¡tíralo a la basura! Esas palabras fueron nefastas. En ese instante nació dentro de su corazón un odio infinito hacia Cupido.

    Llegó limpia y pura a la adolescencia, lo mismo que embrollada en nefastos sentimientos. Tenía en mente la firme decisión de meterse de inmediato a un convento y ser monja. A los 13 años ansiaba ingresar al claustro con el beneplácito de Caridad, que vivía presa del terror a lo sucio y lo mundano. Aseguraba, allí se hallaría a salvo de las garras de Satán.
    Dos semanas antes de que Caridad llevara a Blanca al convento de Santa Úrsula y comenzara la preparación para tomar los hábitos, la adolescente lucía contenta. No tenía idea de que estaba escapando de la propia vida y renunciaba a un derecho lógico: definirse como ser humano, encontrar su verdadera identidad y utilizar su albedrío y enfrentarse a su crecimiento.
    Algo inusual la sorprendió una madrugada en medio de una terrible pesadilla. Un ejército de demonios con antorchas encendidas luchaban con una hueste de ángeles, que desesperados tocaban sus trompetas. Despertó asustada y mojada. Encendió la luz y ahogó un grito. Las sábanas blancas lucían sendos manchones rojos y su ropa interior estaba ensangrentada. Se desvaneció sobre las almohadas.
    Caridad llegó a su cama y le explicó lo que sucedía con incoherencias y mojigaterías que dificultaron entender algo sencillo y natural, que se había operado en su cuerpo un cambio hormonal y experimentaba su primera menstruación. Esta sangre está maldita, ya te tocó Satanás. Ahora tu cuerpo se está preparando para el pecado. Debes tener cuidado, que nadie te toque porque te despertarán cosas horribles, deseos lujuriosos, ¡el pecado! y si lo permites irás derecho al infierno.
    Había crecido solitaria, sin amigas, sin diálogos con nadie de su edad, aislada en el mundo que Caridad preparó y vigiló para ella. Durante la secundaria, en una escuela de monjas, la llevaba y traía como a una preescolar. Confundida y asustada, Blanca tomó muy en serio los consejos de Caridad. Durante todos esos años había guardado un odio genuino y gratuito hacia Cupido. No podía irse a la cama sin antes entrar al cuarto de los trebejos y escupir el rostro al ángel moreno y ojos verdes. ¿Desde cuándo hacía tal cosa? No lo recordaba, pero el cuadro lucía desgastado por tanto escupitajo que noche a noche recibía. Lo hacía a escondidas de Caridad.
    Desde la madrugada de su menstruación, se tornó más apocada, avergonzada, para el beneplácito de Caridad, quien decía que llegaría a los brazos del Señor como inmaculada paloma.
    En unos días cumpliría 15 años, requisito del convento para ingresar a prepararse para ser monja. Estaba feliz, igual Caridad, quien repetía: Estoy feliz, le estoy regalando al Señor un alma pura, espero me compense, te he cuidado y guardado para él, ya que yo no pude ser una monja a pesar de ser mi sueño. ¿No sabes que mis padres me casaron a los 14 años con un rico hacendado porque ellos estaban en la ruina?, ¿tampoco sabes que tuve dos hijas que en cuanto nacieron se las prometí al Señor, pero se murieron? ¡No! Claro que no lo sabías, por eso hoy estoy feliz, ¿me entiendes?
    Entró al convento. Hubo cambios radicales en su vida. Vivir en esa inmensa casa de Dios la atemorizaba. Por las noches, los rayos de luna llegaban a su lecho e invadían la austera habitación y su pensamiento se distorsionaba. Escuchaba jadeos de un hombre escalando el muro junto a su ventana, que se acercaba a su cama y la tocaba.
    La imaginación a veces satisface pasiones abyectas.
    Las primeras veces sólo le acariciaba los senos y labios una mano grande y huesuda. Se incorporaba desesperada. Al día siguiente sometía su cuerpo al ayuno y se flagelaba. Martirizar a su estómago se volvió costumbre. Sólo bebía tragos de agua durante todo el día y migas de pan saturadas de culpa.
    Su adelgazamiento fue notorio. Cada noche las escenas imaginadas eran más atrevidas y el castigo se agrandaba. Ahora eran besos lujuriosos, caricias lascivas y su sentimiento de pecado crecía y amenazaba con ahogarla.
    Una noche de verano sintió su cuerpo caliente y se empezó a tocar, primero con timidez, acarició su entrepierna con movimientos primitivos, avanzó hacia la vagina y movió sus dedos, sobó, manoseó, apretó el clítoris y soltó un gemido de placer. Sintió como si un montón de murciélagos se hubiesen metido en su cerebro haciéndolo estallar. Luego de un sollozo, el llanto silencioso, culpable. Creía que Satanás vigilaba sus movimientos y la obligaría a matar esa parte de su cuerpo. Dio por hecho que él la había tocado ya para marcarla con el fuego ignominioso del pecado. Decidió que debía luchar un poco más contra ese ente posesivo y cruel, y empezó a lastimarse, a flagelar su cuerpo delgado y pálido. En su vientre aparecían cada día nuevas magulladuras.

    Una mañana, un sacerdote visitante del convento habló gratamente de un Dios misericordioso que perdonaba todas las flaquezas y pecados del ser humano por horrible que estos fuesen. Sólo bastaba hacer oración.
    Faltaba un año para que tomara los hábitos. Había superado algunas cosas, aunque su actitud era siempre de culpas y sufrimiento.
    Le tocó acompañar a la madre superiora a hacer las compras de la despensa. Le gustaba recorrer la tienda mientras la madre ponía la mercancía en el carrito. Escuchó una bulla fuera de la tienda y salió a la entrada para enterarse del evento. Era un desfile de adolescentes de los dos sexos vestidos a la usanza griega que danzaban, llevaban flores y globos. Lo encabezaba un muchacho moreno de ojos verdosos y pelo ensortijado. Vestía un raro calzón blanco, su torso estaba desnudo igual que sus piernas y sus pies calzaban sandalias. En sus manos llevaba un arco y una flecha con un ademán de querer lanzarla a cualquiera que tuviese enfrente.
    Toda la comitiva gritaba al unísono: ¡Feliz Día de San Valentín! ¡Feliz Día de San Valentín! ¡Cupido! ¡Cupido! ¡Cupido!
    Sí, era idéntico al del cuadro de la Madona que se había quedado en el sótano desgastado por sus escupitajos. Ese, ese mismo que había originado la perdición de su madre y de todas las mujeres que se enamoraban.
    A un lado de la puerta de la tienda, había un taburete repleto de bates de acero. Tomó uno, era pesado. Se acercó al muchacho de la flecha y descargó dos batazos en su cabeza. Fue brutal y repentino. Bastó un minuto para que los acompañantes horrorizados cambiaran sus gritos de regocijo por los de: ¡loca!, ¡asesina!, ¡asesina!

    Blanca lleva recluida seis años en la clínica psiquiátrica en calidad de asesina. Pronto cumplirá 22 años. No daña a nadie, es tranquila, silenciosa. Tiene un rosario en la mano y sus labios se mueven incansablemente. Se le entiende poco lo que dice: No quieren entender, no quieren entender que él era Satanás, disfrazado de Cupido.

    Melly Peraza
    Es una escritora originaria de Aguacaliente de Gárate. Es autora de las novelas "Cazador de sombras", "Se le hizo tarde al tiempo" y "La rama seca". Es una incansable promotora de la lectura y escritora de cuentos.