María Julia Hidalgo López
Si bien el otoño lo dispone a uno de un ánimo entre nostálgico y justiciero, lo vivido en estos días ha dejado experiencias de varios lugares. Sinaloa con su música; Oaxaca con su comida; Guerrero con su dolor y el DF, anfitrión, con su lectura inspiradora... cada lugar ha tenido un sello particular en la llegada de este otoño. Lo sé, en un día pasa de todo, incluso en nuestro ser más íntimo, pero la caída de las hojas, por lo menos en quien escribe estas líneas, suele acompañarse de una sensible provocación imposible de ignorar.
-"¿Dónde está la cola? Claro, no tengo por qué decir 'fila' si no soy chilanga. Nosotros decimos cola y yo siempre diré cola". Una cosa es decirlo, pero escuchar lo anterior... ya habla de un chocante sinsentido. El micro-monólogo, la defensa innecesaria salía de una boca femenina que se encontraba frente a la barra de un suculento buffet. Obvio decir que, entre la comida, eligió lo de su tierra, y le hizo fuchi a todo lo demás. La escena me hizo recordar el tipo de persona que se debate entre el: aquí-allá; esas que, estando en un lugar, siempre halaban lo de allá y denuestan lo de aquí y viceversa.
Pese al incidente, la mujer quedó en la nulidad y, esa mañana, pasamos a algo mejor. En un salón contiguo se encontraba la Asociación de Mazatlecos y Amigos del Puerto, -presidida por el escritor Óscar Quezada-, a razón de un homenaje póstumo al: "artífice del jazz contemporáneo en México" -como se escribió de él-, al jazzista Cecilio Chilo Morán, originario de Concordia, Sinaloa. El reconocido trompetista fue un pilar fundamental en la historia del jazz en México. Una grata sorpresa conocer, por boca de su hija Patricia Morán, sobre la vida y obra de este músico sinaloense.
Oaxaca; una guelaguetza en pleno DF. Música, bordados de ensueño y riquísimas tlayudas. Pues bueno, ya instalados para comer, en el restaurante La Abuelita, -por cierto casi puro amable anciano trabajando -todo marchaba de maravilla hasta que se empezaron a escuchar gritos e insultos. Un sujeto déspota y arrogante -dueño del restaurant- empezó a ofender a los meseros (as), les aventó los platos, y los trató poco más que de animales. Al final, ofendida como estaba, fui a darle mi queja al grosero propietario y a decirle que no era posible que tratara así a sus propios paisanos. ¿Cómo exigir e indignarnos con el trato que reciben los indocumentados -en su mayoría oaxaqueños- en el país vecino y hacer lo mismo nosotros? Todavía era septiembre; ¿puro orgullo mexicano?, quizá.
El día de la desaparición forzada de los normalistas, fue el mismo del aniversario de mi madre. Un día antes, me di una vuelta por el Centro Histórico. Allí estaban los padres de los 43 normalistas, cumpliendo un ayuno de 43 horas como protesta. Justo pensé en cómo sería para mi madre, que en lugar de celebrar su vida tuviera que llorar la ausencia de alguno de sus hijos. No pude más que entristecerme y ver en silencio las caras de los padres.
El domingo fue un día más sosegado, lleno de aliento y de goce. En Leo... luego existo, del ciclo de lecturas organizado por el INBA, en la sala Manuel M Ponce, en Bellas Artes, dos actrices de teatro dieron lectura a cuentos del apreciado maestro Felipe Garrido. Un momento de calma para escuchar historias dramatizadas. Lectura en voz alta, es una recomendación que siempre ha dado el maestro Garrido. ¡Qué razón tiene!, cuánta calidez y belleza se encuentran en las palabras; a veces también esperanza y alegría. Esa tarde, entre muchos cuentos, se leyó El lago -del libro Conjuros-, una hermosa historia que contiene la admiración de un niño por el lago. Él quiere decírselo a su madre, quiere hablarle de toda su fascinación, pero ella nunca tiene tiempo y siempre se molesta porque él regresa mojado. El final de esta historia, creo, ha hecho reflexionar a más de una madre.
Si el otoño se da tiempo de soltar sus hojas, cuanto más habríamos nosotros que parar para ver su caída.
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