"Es imposible colocar las piezas para aquél que no tiene la forma del conjunto en la cabeza. ¿De qué le sirve hacer provisión de colores a aquél que no sabe lo que ha de pintar?", escribía el creador del género ensayístico Michel de Montaigne. Pues bien, he aquí la obra de un pintor que ha sabido disponer con orden e imaginación su paleta de colores. Porque eso es la obra que hoy nos ofrece el experimentado periodista y, ahora lo sabemos, escritor de altos vuelos, Isaías Ojeda Rochín.
Su libro, Los sueños también devoran y otras narraciones, es justamente eso: la obra de un acuarelista que llena de colores el lienzo de la geografía física y humana de un cacho de su solar sinaloense. Se trata de una magnífica acuarela, es cierto, pero se trata también de una pieza de la crónica y la literatura regional que nos pone frente a un espejo terrible; un espejo que nos devuelve una imagen de nosotros mismos que es sencilla, entrañable y querible, y al mismo tiempo compleja, cruda y atroz en su realismo.
De eso van los ocho relatos breves que retratan desde un costumbrismo, mezclado con pinceladas de un feliz impresionismo literario, los cruces históricos y biográficos que son la carne y la sangre de nuestra historia más íntima, profunda y verdadera. Y de eso va también, y sobre todo, el aleccionador, impecable (e implacable) relato principal de su escrito.
Una mañana, apenas clareó el día, con sus "cigarros de torcer" en mano, Brígido relató a su amigo Atenójenes el sueño que acababa de tener: un sueño premonitorio: "Vi que en un suspiro las calles se llenaban de matorrales y las casas empezaban a desmoronarse. Las paredes de la iglesia también se venían abajo. En algunas partes había sangre sobre la tierra. Fue impresionante ver cómo la vida de nuestro pueblo acababa bajo aquella sombra que todo lo cubría", contó Brígido al buen Atenójenes. Y eso fue lo que ocurrió: no mucho tiempo después, el pueblo de Santa Apolonia, situado en las estribaciones de la Sierra Madre Ocidental, en el municipio de San Ignacio, quedó convertido en un pueblo fantasma, desapareció, dejó de existir sobre la faz de la tierra.
No entraré en el detalle de la historia. No puedo ni quiero competir con la extraordinaria reseña que Don Miguel Ángel González Córdova, uno de los mejores prosistas sinaloenses contemporáneos, nos regala en su prólogo. Diré sólo que lo que Isaías Ojeda nos ofrece es un ejercicio de crónica histórica y literaria que avanza desde la época prehispánica, pasando por la conquista y la Colonia, jesuitas incluidos, hasta nuestros días.
Isaías es, quien lo duda, hombre de su tiempo. Ortegagassetianamente dicho, es él y su circunstancia. De ahí el particular detenimiento, la puntual atención con que reseña y recrea los episodios más destacados de la vida del pueblo, sus moradores y protagonistas, durante el Siglo 20.
La historia no nos es desconocida (ni ajena): una pequeña comunidad semiserrana, una población minera, un minúsculo enclave de tránsito de los arrieros, de campesinos en su mayoría pobres. Un pueblito bucólico, pues, que celebraba sus fiestas tradicionales con fervor, con ingenuo jolgorio y puntualidad, y en el que la gente vivía ajena al progreso y a las convulsiones que sacudían al país. Ideas ilustradas, liberales y conservadores, porfiristas y juaristas, cristeros y jacobinos, revolucionarios y revolucionados, nada de eso tuvo resonancia en aquel lugar.
El gran suceso cardenista, sin embargo, sí atrapó en su vorágine a Santa Apolonia. Las gavillas de guardias blancas conocidas como "los del monte", trastocaron brutalmente la calma de aquella provincia. No fueron pocos ni menores los acontecimientos ocurridos, las tropelías cometidas por "los del monte" en tierras sanignacenses.
Una vez más, como lo ha demostrado nuestro microhistoriador más querido, Don Luis González y González, la historia matria prueba que la historia patria está plagada de filos y erizamientos. El hombre de leyenda de aquel episodio de refundación de nuestra ruralidad, no fue un agrarista: fue Olegario, "Jallo" Noriega, un alzado que terminó comandando a "los del monte", bajo las órdenes de Manuel Sandoval, "El Culichi", y quien, como cuenta don Ángel Tolosa, "mató agraristas a lo desgraciado". Olegario se convirtió en leyenda, en corrido:
Olegario era valiente
No valido de la ocasión
Él mandaba su distrito
Que es parte de la nación
Olegario se paseaba
De Cogota a las Garcitas
No buscaba federales
Más que puros agraristas.
Poco después, en la década de los 50, hará su aparición en escena Florentino Nevárez Sánchez, "Tino Nevárez", haciendo recordar las correrías decimonónicas del "Rayo de Sinaloa", Heraclio Bernal. Para variar, y en coincidencia con Bernal, sólo la traición pudo acabar con sus andanzas.
Más tarde, a principios de los 60, llegó el cultivo de estupefacientes. La mariguana y la amapola empezaron a sembrarse entre cerros y cañadas para ocultarlos del ejército. Crecieron los plantíos de mota y adormidera, al tiempo que se abandonaron las siembras de maíz, sorgo, ajonjolí, cacahuate y frijol, en una situación en que la minería había declinado ya.
Entonces empezó el derrumbe: derrumbe económico, derrumbe cultural y moral. Los arquetipos se volvieron estereotipos: el corrido que narraba las hazañas del bandolero social, cantaba ahora la épica del narcotraficante. Primero Braulio Aguirre y después Manuel Salcido Uzeta, el "Cochi Loco".
A esta descomposición radical de la vida comunitaria, tramada antes con entrañables lazos de solidaridad por el parentesco y el compadrazgo, se le sumaron enseguida la arbitrariedad, la cruda represión y hasta el despojo de que las fuerzas armadas hicieron objeto a comunidades como Santa Apolonia.
Como en la novela del escritor colombiano Evelio Rosero, Los ejércitos, la gente de aquellas rancherías quedaron bajo el fuego cruzado de las armas del ejército y las bandas de los narcotraficantes. Y esto ocurrió todavía hasta fechas muy recientes, con la disputa por la zona protagonizada por los cárteles de Tijuana y de Sinaloa.
Tanta incertidumbre, tanta venganza, tantas muertes, tanta sangre, tanta arbitrariedad, tantos desmanes y tanta injusticia acabaron con Santa Apolonia.
Cuando Brígido terminó de contar su pesadilla a Atenójenes, le platicó que "en algunas partes había sangre sobre la tierra. Fue impresionante ver cómo la vida de nuestro pueblo acababa bajo aquella sombra que todo lo cubría. Desperté asustado y di gracias a Dios que todo hubiera sido un mal sueño, aunque todo parecía tan real". Pues fue real, diría Isaías Ojeda a don Brígido: todo fue real, Santa Apolonia, como cientos de comunidades sinaloenses más, ya no existe.
Pero existe Isaías Ojeda, existen su pluma y su prosa creativa, depurada, valiente y comprometida, que nos recuerdan que ahí están estos espejos terribles. ¿Acabaremos algún día de vernos en ellos?
A mi querido amigo, Isaías Ojeda Rochín, mi enhorabuena.
Ronaldo González
Sociólogo. Es un conocedor de los temas de la educación, la sociedad y la cultura en la región.
Fue director General de DIFOCUR, hoy Isic, durante nueve años consecutivos. Subsecretario de Planeación Educativa de la SEPyC, durante tres años.
Autor de varios libros, entre ellos, Sinaloa: una sociedad demediada.