"Los escalones de Catedral"
Los escalones de la Catedral de Culiacán son mudos testigos de cuanto ocurre en la ciudad. Con frecuencia, muchas personas deambulamos por ahí. Nos une el gusto por la calle, el Sol, el viento y la necesidad de andar de aquí para allá durante el día. Nuestros rostros, que se visten de diferente manera según como pinte la vida, hacen fácil identificar cómo estamos y qué sentimos: alegría, tristeza, ansiedad, miedo, hambre, frío, lástima, compasión, indiferencia, odio, dolor, coraje, amor... Con todos estos rostros se visten la plazuela y los escalones de la Catedral, incluyendo ese rostro tan especial que tienen los enfermos mentales que, junto con todos los demás, componen el panorama cotidiano de estas hermosas y céntricas calles de Culiacán.
Si tuviera que decir qué nos hace parecidos afirmaría sin titubeos que es el gusto de estar en la calle con la gente; es el gusto de impregnar nuestra vida con los colores, los sonidos, el bullicio. ¡El gusto por estar vivos! Y si me preguntaran qué es lo que nos hace un tanto diferentes, diría que es la forma que cada quien tiene de percibir la realidad, que sin duda mucho dependerá, como ya lo he dicho, del rostro con el que nos hayamos vestido ese día.
Lo que es innegable, sin embargo, es que aquí estamos unos y otros, compartiendo la calle, la plazuela y los legendarios escalones de la Catedral. Y es la calle la que con el ir y venir de sus cientos de transeúntes me ha regalado tantas cosas: la expresión de rostros ensimismados y ausentes, las miradas clavadas en el piso y las alzadas al cielo, las bocas cerradas y las de balbucear constante; me ha regalado todo eso y más, y en ese más está a veces el roce, el casual encuentro con el cuero del otro que viene en esa misma sintonía de andar sin la preocupación o necesidad incluso de ver por dónde se camina, porque el hecho de hacerlo todos los días ha despertado en nuestras piernas una memoria citadina, por así decirlo (...)
Han sido precisamente las calles, la plazuela y su gente y los escalones de la Catedral la mágica llave de muchas experiencias transformadoras para mí, y es en estos lugares donde cobran vida la gran mayoría de las historias que en este libro se cuentan.
El hallazgo
Hacía rato que el Gordo venía sintiendo lo que llamaba "ñáñaras" en el estómago por escribir algo. No sabía sobre qué, pero tenía esa extraña sensación que anunciaba que algo se le iba a ocurrir.
Por mucho tiempo estuvo intentándolo, pero no le resultaba nada fácil. Iba y venía de un lado a otro con esa idea fija en su mente, y por eso visitó durante varios días las diferentes bibliotecas de la ciudad. Ya tomaba un libro, hojeaba luego otro y otro más, hasta que terminó yendo a una de sus preferidas: la biblioteca de Difocur. Siempre le había gustado mucho porque estaba en el puro centro de la ciudad y quedaba cerca de donde trabajaba (un colegio y una preparatoria), además de que ahí se sentía realmente cómodo.
Dicha biblioteca, según palabras del Gordo, contaba con excelentes textos, incluidos, por supuesto, un buen número de autores locales. Y precisamente ahí encontró un volumen que desde el título le pareció sumamente interesante: Las viejas calles de Culiacán. Esta obra, a través de historias de la ciudad, contaba propiamente sus orígenes. El internarse en sus renglones, hizo que el Gordo decidiera tomarse un merecido descanso respecto a sus inquietudes musas por encontrar sobre qué escribir, ya que hasta ese momento, según él, no había encontrado ningún tema que le pareciera lo suficientemente atractivo. Por eso, y por la magia que encontró en esa lectura, decidió dedicarse a disfrutarla sin ningún apuro.
Se le veía ensimismado con ese maravilloso hallazgo, tanto que el tiempo se le iba volando y al día siguiente a primera hora ya estaba de nuevo bebiéndose los pasajes históricos que cada vez lo atrapaban más, incitándolo a seguir conociendo su ciudad. En esas páginas descubrió con sorpresa inusitada, que muchas de las calles actuales habían tenido otros nombres. Por ejemplo, que la avenida Álvaro Obregón, una de las más importantes en el devenir histórico de Culiacán, antes se llamó Francisco I. Madero, 5 de Mayo, Mariano Martínez de Castro, 20 de Noviembre, y algunos otros más, dependiendo del momento político que se viviera. Otra calle fue la Ángel Flores, que antes se llamó Calle del Comercio, porque sobre ella se encontraba la gran mayoría de los negocios.
También se enteró de que la Calle de la Libertad es hoy llamada Rafael Buelna; de que la calle Antonio Rosales fue la Calle del Diezmo, llamada así porque por mucho tiempo ahí estuvieron los edificios en donde se pagaban los impuestos. Así, de esa manera, el Gordo fue conociendo la historia de algunas viejas calles céntricas de la capital sinaloense.
Se sentía tan emocionado que hasta llegó a sentirse parte de ellas. Estaba atrapado totalmente por la magia de aquella escritura, que con lujo de detalles refería personas, espacios y acontecimientos. Sus líneas hablaban con pasión de las familias de los años 20, de sus personajes, costumbres y tradiciones. Pero justo cuando llegó a ese punto de la lectura, el Gordo sintió un revoloteo en el pecho, y se dio cuenta de que se debía a que se estaba encontrando de forma natural con algo que ya había decidido no buscar: un tema sobre el cual escribir.
Leía con insistencia el capítulo que hablaba de la gente y le despertaba especial interés ver cómo enfatizaba que fueron ellos los que, con elegancia, reglas de urbanidad, educación, valores y principios, comenzaron a forjar a través del cortejo, del romance y de las buenas relaciones sociales lo que más tarde serían las honorables familias de la época, mismas que con el paso del tiempo construirían una sociedad sólida y la grandeza de toda una ciudad. El Gordo sintió que todas las fibras de su ser tintineaban de felicidad como campanitas al conocer sobre su origen en las páginas de aquel maravilloso hallazgo literario. Y, curiosamente, dos cosas de toda esta experiencia se le quedaron muy fijos: darse cuenta de la importancia que siempre ha tenido en nuestra cultura la familia y el momento en que leyó Calle de la Libertad.
La cárcel y Difocur
El Gordo se vio envuelto en un torbellino de nostálgicos recuerdos cuando sus ojos de súbito se detuvieron a leer Calle de la Libertad, y esbozó algo que quiso ser una sonrisa cuando encontró en el libro que la calle Rafael Buelna no era otra que esa. Y con tal lectura en su mente comenzó a remontar el tiempo hasta llegar a sus años de preparatoria, cuando en cierta ocasión en el año de 1975, unos maestros de la escuela en donde estudiaba lo invitaron a él y a otros alumnos a llevar serenata. Todos ellos tocaban la guitarra y gustaban de esa tradición, además de que era una magnífica oportunidad para poder relacionarse con sus profesores más allá de las clases. Era casi casi como hacerse amigos, ¡camaradas!, como dice el Gordo.
Inmediatamente comenzó a imaginar cómo le haría para pedir permiso, ya que el orden y la disciplina en su casa se regían bajo las estrictas reglas de los lineamientos paternos, y conseguir un permiso, era verdaderamente difícil. Sin embargo, esa noche grande fue su asombro, ya que logró conseguir la autorización para ir a dar la famosa serenata.
Aquel sorpresivo "sí" de su padre volvió a dibujar una sonrisa en el rostro del Gordo, y comenzó a recordar todo, absolutamente todo (...): "La noche comenzaba y mi otro compañero (estudiante también), y yo ya estábamos sentados dentro del carro de uno de los maestros, listos para dar la serenata. En la bola iban otros profes que no nos daban clase pero que eran amigos de los nuestros (yo ya los había visto en la escuela). ¡Ah, y también nos acompañaba una enorme hielera repleta de cerveza bien helada!"
"Pues fuimos a la casa de uno de los profes a ensayar, para que la serenata estuviera de 10, y a eso de las 12 de la noche, que es la hora en que se empiezan a dar las serenatas, empezamos a salir: unos con guitarra, otros con mandolina, otros con violín y otros más con el hielerón. Y no bien estuvimos afuera, de la nada aparecieron tres patrullas, y ante mis ojos tremendamente asustados, unos policías de forma aparatosa se bajaron. ¡Órale, órale!, gritaban mientras a empujones nos metían a la patrullona. Tengo muy presente aún la asombrosa habilidad que algunos maestros tuvieron para, en cuestión de segundos, desaparecer de la escena, así como también recuerdo la solidaridad de otros al entregarse y subirse con nosotros, sus asustadizos alumnos. Fue hasta ese momento que me enteré del por qué de todo aquello: estaba prohibido andar tomando en la vía pública, y por eso hasta el bote fuimos a parar, ¡sí señor!".
"Yo estaba bien escamado por la bronca que de seguro tendría con mi jefe, imaginándome cuando se diera cuenta de que no había ido a dormir a la casa; y cuando supiera que fue porque pasé la noche en los separos de la cárcel preventiva...¡mejor ni pensarlo! Y así fue hasta que a eso de las 8 de la mañana se escuchó, como en las películas, la voz de un hombre: '¡Esos músicos! ¡Pa'fuera con todo y chivas' Aunque esa vez fue con todo y los instrumentos. De la chinga que me dieron, ya pa' qué les cuento".
El Gordo sintió que le daba un vuelco el corazón al revivir los recuerdos y lo mismo sintió al leer de nuevo Calle de la Libertad antes de cerrar el libro, sentado cómodamente y disfrutando del aire acondicionado de la biblioteca de Difocur. Estirando a placer brazos y piernas, miró a través del amplio ventanal la tranquila vista que éste le regalaba hacia la calle y volvió a sonreír nostálgicamente al darse cuenta de que estaba precisamente en el lugar que alguna vez pasara la noche más larga y lúgubre de su entonces corta vida, aquella cuando tenía 15 años y conoció por primera y única vez los fríos barrotes de la cárcel. Ahora, pasado mucho tiempo, otra vez se veía ahí, pero en lugar de piso sucio y maloliente y de los barrotes negros y fríos estaba bajo el cobijo académico de una flamante biblioteca en la marea apacible de las cálidas páginas de un libro. Suspiró profundo y reconfortado... "¡Pero de qué es el mismo pinche lugar, es el mismo!", dijo el Gordo (...)
En vivo y a todo color
Esa tarde el Gordo llegó a su casa muy motivado porque había encontrado en aquellas lecturas un tema sobre el cual escribir, y aunque prometió no obsesionarse ni emocionarse demasiado con su hallazgo, no se pudo contener y en cuanto entró a su hogar lo primero que dijo casi gritando a manera de saludo fue: "¡La familia!, ¡La familia!". Todos voltearon de inmediato ante tan efusiva llegada. "¿La familia qué?", le preguntaron extrañados.
Un poco después, más relajado, les comentó de su descubrimiento, explicándoles con lujo de detalle todo lo que había sentido al estar leyendo sobre la ciudad, el gusto que había experimentado al conocer cuán importante ha sido siempre la familia en la cultura mexicana y, por ende, en la sinaloense.
A medida que el Gordo se explayaba, se dio cuenta de que ellos también se veían contentos compartiendo su felicidad, y así, entre abrazos y parabienes, le dieron su total apoyo para que empezara a escribir sobre el dichoso tema que por tantos días lo había traído tan inquieto, así que casi de inmediato comenzó a elaborar diversos intentos. Los primeros se dirigían a su familia primaria: sus padres, sus hermanos y él; otros a su familia propia: su esposa, sus hijos y él; incluso podría investigar sobre las familias mexicanas, como ya lo había pensado. Escribir sobre aquello se le antojaba interesante y agradable, sin embargo, a medida que pasaban los días, sentía que se le estaba complicando: intuía que el proyecto daba para mucho, así que, cada vez que escribía o modificaba algo, ahí andaba con el texto de un lado para otro y en cuanto encontraba una oportunidad, sin importar el sitio en que estuviera, lo sacaba para releer lo escrito, aunque, a decir verdad, la mayoría de las veces terminaba leyéndolo sentado muy cómodamente en los escalones de la Catedral, sitio al que desde sus años mozos concurría porque le resultaba sumamente placentero.
Cierto día llegó buscando el mejor espacio que pudiera haber porque traía toda la intención de revisar lo que había escrito la tarde anterior. Al localizarlo rápidamente se dirigió hacia allá, pero antes, como era su costumbre, echó un vistazo a lo largo y ancho del lugar.
Sintió cómo el aire daba de lleno a su rostro y alborotaba con singular alegría su ya de por sí alocada y castaña cabellera, que por cierto ya peinaba algunas canas. Una vez instalado se debatió esmeradamente por encontrar la posición más cómoda, hasta quedar prácticamente acostado al ocupar tres escalones seguiditos. Recargó los brazos en el piso, cruzó la pierna derecha y con desfachatez, se dispuso a disfrutar del paisaje urbano que para él siempre resultaba un maravilloso panorama.
Le gustaba mucho estar ahí, pues disfrutaba ver pasar a la gente caminando, se deleitaba incluso observando los rostros de quienes se asomaban por las ventanillas de los minibuses. Gozaba también viendo y escuchando los diferentes eventos que se realizan en el kiosco, sin embargo sabía que en el fondo lo que más le gustaba, y enormidades, era admirar la pléyade de hermosas jóvenes que a todas horas transitaban por ahí, factor importantísimo de influencia para que sin duda alguna aquel sitio fuera uno de sus lugares preferidos.
LIBRO
Extracto del libro "Los escalones de la Catedral", publicado como parte de la Colección Palabras del Humaya, que edita el Ayuntamiento de Culiacán.
AUTOR
- Fernando González Zúñiga es catedrático de la UAS y doctor en Terapia Gestalt.
- Es autor y compositor de temas musicales, entre ellos un himno a la UAS.
- Es fundador y director de la Estudiantina y de la Rondalla Magisterial de la Preparatoria Hermanos Flores Magón.
- Es autor de dos libros que forman una obra en sí: "Me lo platicó mi amá 1" (2007) y "Me lo platicó mi amá 2" (2009)