¡Huele a carnaval! Una frase que ya comienza a escucharse en nuestro puerto, y más cuando viene un frente frío y el olor de la brisa difiere del navideño.
Para los mazatlecos, el carnaval es todo un asalto emocional, un viaje hacia un cosmos interno y para mucha gente sencilla, la promesa de la felicidad.
Cada carnaval tiene un guión muy surrealista. Vivirlo es mantener un lazo con el pasado y el futuro, una amena conversación con fantasmas
Una fiesta que elimina las necesarias diferencias culturales siempre será amada por el pueblo... y no solo por la personas agobiadas por la pobreza o los compromisos de crearse o creerse un apellido.
Hay gente que estaría perdida si le quitan su cita diaria con el arte. Aun llevada con dignidad, la pobreza es agotadora, monótona y si está uno sumido en ella es posible que no estemos en un momento oportuno a la altura de una circunstancia. A veces es es necesario estar asociado a algo más grande que nosotros para sentirse alguien.
Buscar el arte. Y si no lo hay en un puerto que en su origen fue salvaje como el nuestro, ahí estuvo y está el carnaval, que es arte popular elevado a la enésima potencia. Y hoy ya es dirigido.
En el magma del universo carnavalero, todo es posible y por fortuna desde 1898, con sus altas y bajas, esa olla de presión ha sido organizada y sistematizada para que dejara de ser la eterna lluvia de pedradas entre el barrio del muelle y el barrio del mercado.
Una pasión tan tumultuosa como ésta es inevitable que nos meta en tantos laberintos humanos y escalas del dolor y la pasión.
Aquí hay gran debilidad hacia la gente que resplandece. Pero no siempre es frivolidad.
Supe de un señor huérfano de nacimiento que en su infancia quedó varado en nuestro puerto. Solo el carnaval le dio las respuestas a las preguntas de la vida. Desde que era niño lo supo, en los años cuarenta, cuando estaba en el orfanatorio y la reina del carnaval fue a visitar a los niños y lo tomó en sus brazos.
Él, que no conocía lo que era una madre o una familia, ahí entregó su vida a la máxima fiesta. Nunca faltó a un carnaval hasta el día de su muerte.
Oscar Wilde decía que “A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un sólo instante”. Esto ocurre no pocas veces en nuestras tormentas anuales de serpentina, chaquira y ambarinas.
El carnaval tiene que hacerse con una temporalidad que es como la espada de Damocles. Nunca después del Miércoles de Ceniza.
Y así es como sigue el carnaval. Es nuestra más antigua tradición. Hay que saber ir a gozarla sin incurrir el exceso que lo ha vuelto proverbio. Aunque nos quede la boca llena de confetti, el hígado hecho trizas y por los suelos la reputación familiar.
La chaquira y la lentejuela siempre tendrán aquí su rincón y bullirán por nuestra sangre al golpe de una tambora, el oleaje de Olas Altas y la risa de un niño al ver un carro alegórico desfilar por la bahía.
El carnaval es algo más inesperado que la muerte, más complicado que el amor y más inexplicable que la poesía: quizás porque estas tres cosas son aquellas que le dan el verdadero sentido a cualquier asunto de nuestra existencia. Dejaremos de ser patasaladas.
Provecho, Mazatlán.