En medio de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño, el hombre es también un mundo de maravillas y un montón de enigmas. Pues todo es prodigio y misterio en mí:
Este corazón que late sin que ni yo, ni ningún ser humano lo haya construido y puesto en movimiento, servidor oculto que trabaja día y noche, maravilloso mecanismo que, 70 veces por minuto, 100 mil veces por cada 24 horas, envía la sangre a las extremidades del cuerpo, los pulmones que, recibiendo nuestra sangre empobrecida, la purificación de sus toxinas y al mismo tiempo le dan a cambio el oxígeno del aire.
La misma sangre que irriga todo nuestro ser, alimenta, repara y renueva cada una de nuestras células, las del corazón, las de los pulmones, las de los huesos, las de los nervios, la de las propias venas. Un corte en la pierna, una lesión en la oreja, un tumor en las mucosas de la boca, una arteria seccionada, un hueso roto, y he aquí que la sangre aporta, sin que yo tenga que intervenir, todo lo necesario para reparar exactamente el daño causado.
El estómago, que modifica químicamente, ¡sin digerirse a sí mismo!, los alimentos más diversos: pan, zanahorias, leche, sal, nata helada, y les hace aptos para formar carne, huesos, dientes, cabellos, ¿qué fábrica es capaz de operar tales transformaciones?
¡Que admirable organización! Pero también, ¡qué misterio en nuestros miembros, en nuestros dedos, en nuestros ojos! ¿No es extraño ver que un sabio del Siglo 20, el doctor Carrel sintetiza la ciencia médica de su tiempo en un libro que tituló La incógnita del hombre.
Así, después de siglos de investigaciones, la ciencia ha de concluir en el misterio, en este campo y en los demás. Realmente, hay que reconocer que no es el hombre la causa del orden del mundo; ni siquiera pone orden en su propio cuerpo, puesto que la capacidad de su inteligencia no se extiende a la creación y al funcionamiento de sus órganos.
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