Voltaire, en su Tratado sobre la tolerancia así decía: No me dirijo a los hombres, me dirijo a ti, Dios de todos los seres, de todos los mundos, de todos los tiempos, si es permitido a débiles criaturas, perdidas entre la inmensidad e imperceptibles para el resto del universo.
Dígnate mirar con piedad los errores de nuestra naturaleza. No nos has dado el corazón para aborrecernos y las manos para degollarnos.
Haz que nos ayudemos a soportar el peso de una vida, que las diferencias entre los trajes que cubren nuestros cuerpos, entre nuestros lenguajes, entre nuestras condiciones tan desproporcionadas ante nuestros ojos y tan iguales ante ti, que todos esos matices, en fin que distinguen a los hombres, no sean señal de odio.
Que los que cubren su traje con tela blanca para decir que hay que amarte, no detesten a los que dicen lo mismo bajo una capa de tela negra.
Que aquellos cuyos trajes están teñidos de morado, que dominan un montoncito de barro de este mundo, gocen sin orgullo de lo que llaman riqueza; y que los demás los vean sin envidia.
¡Ojalá que todos los hombres recuerden que son hermanos! Si los azotes de la guerra son inevitables, no nos aborrezcamos, no nos destrocemos unos a otros en tiempos de paz.