Martín Amaral
Ahora que la violencia nos vuelve a envilecer a todos, vale la pena recordar algo que escribió Antonio Nakayama, allá por la década del 50, y que nos sigue describiendo de cuerpo completo:
Escribió Nakayama en Semblanza de una ciudad: "Diremos que los culiacanenses de ahora, al igual que los de antaño, son abiertos, francos hasta la grosería, trabajadores, bebedores, mal hablados, generosos, bruscos, simpáticos, derrochadores, y apáticos, resumiendo en sí los defectos y cualidades del sinaloense, pero sobre todo son tan aguantadores que soportan el servicio de apagones y cobros en dólares que les da una compañía eléctrica con antigüedad anterior al ´fiat lux´ del Génesis".
"Hoy todo ha cambiado. La ciudad vieja se va, dejando a su lugar al progreso, y, lo que antes era quietud y paz provinciana, es ajetreo, bocinazos, ruidos, olor a gasolina y hormiguear de "broncos" que inundan la vida citadina de gritos y basura".
A lo mejor es necesario volver a leer bien aquella época, esos años 50 en Sinaloa y los que siguieron y que la volvieron un edén subvertido, para explicarnos la anomia de las décadas posteriores, cuando esos broncos empezaron a inundar la vida citadina, y que no fueron más que las miles de familias campesinas y sierreñas que llegaron demandando servicios y empleos.
Polvos de aquellos broncos son los buchones y neobuchones de ahora.
El libro donde viene el comentarios de Nakayama es Crónicas de Culiacán, y pertenece a la colección Rescate, editada por la UAS a principios de los 80 serie que, por cierto, fue reeditada (o más bien perpetrada) de muy fea manera por la propia universidad.
En él escriben algunos autores vomitivos y francamente olvidables como Francisco Higuera López o Tata Ximénez y otros ineludibles como el propio Nakayama, y Héctor Olea, Juan Macedo López y Enrique Félix Castro.
Al leerlos, al tratar de reconciliarme con esas generaciones, no dejo de sentir aquella sensación de nostalgia que Friedrich Schiller distinguió entre poesía "ingenua" y poesía "sentimental", al señalar que la posibilidad de una vinculación directa del hombre con la naturaleza estaba rota.
En sus crónicas algo está roto. El vínculo quebrado con aquella ciudad que era más bien "un pequeño burgo feo y polvoriento... donde en cualquier esquina o encrucijada se recibe el cordial saludo del morador de la barriada opuesta", según sigue contando Nakayama.
En la aurora del romanticismo, en los inicios de la modernidad, Schiller notaba que la única posibilidad de ir al encuentro de la naturaleza implicaba un rodeo, una desviación a través de la cultura.
De ahí el sentimiento de nostalgia. La naturaleza ya no existe. Como ya dejaba de existir aquella comarca en la que los viejos cronistas crecieron y luego miraron espantados: la nueva ciudad en la que luego ya no se reconocieron.
Ante el quiebre de una ciudad crecida, aquel burgo se convirtió en una ciudad furiosa. Quizá falto abundar en aquello que Schiller nombró como el rodeo, la desviación de la cultura.
Enrique Félix lo dijo de otra manera: de la limitada visión que da manejar nomás el tractor no se pasó nunca a contar las estrellas. En esas andamos todavía: en la larga e imperiosa educación sentimental que el mismo Enrique Félix urgía como indispensable hace muchas décadas.
¿Qué dirían ahora aquellas generaciones?, ¿cómo se explicarían la actual anomia, la violencia encrespada, la abulia ciudadana? A saber.
Hacia dónde va el arte. Esa fue la pregunta lanzada por una mujer mientras contemplaba la obra expuesta de la décima segunda Bienal de Artes Visuales del Noroeste expuesta en el Museo de Arte de Sinaloa, que en esta ocasión rompió con su tradicional formato y se abrió al arte contemporáneo.
Su pregunta, aún medio escandalizada, es de una absoluta actualidad, aunque se caiga en la paradoja de que es tan actual que al menos tiene 40 años de serlo. Desde los dadaístas a Marcel Duchamp parece que todo o casi todo lo contemporáneo fue explorado y explotado ya.
Aunque en Culiacán no es un tema que desvele a nadie y donde pareciera que el arte de detuvo en la generación de la ruptura. Así, existe una cierta reticencia al arte conceptual y, de plano, incomprensión a, por ejemplo, el arte sonoro y los videos de un Aldo Rodríguez que contra todo pronóstico fue uno de los ganadores de esta bienal.
Recuerdo ahora la revista Letras Libres de hace algunos años, en donde viene un extracto de una conferencia de Gabriel Orozco, uno de los artistas mexicanos vivos con mayor proyección internacional, realiza escultura, fotografía, video, dibujo, arte-objeto e instalación su obra está en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, en la Tate Gallery de Londres, en el Pompidou, el Guggenheim.
Transcribo unas cuantas líneas para que entendamos un poco a aquellos que al asistir a un acto artístico medianamente novedoso -al menos para nosotros- salgan vociferando exclamaciones típicas de "esto no es arte": "El arte verdaderamente nuevo tiende a ser decepcionante. Sobre todo para el público que cree saber cómo debería de ser el arte. El arte nuevo destruye al público; lo hace entrar en crisis por el simple hecho de que no podía haber público para un arte que antes no existía".
"Con la aparición de un arte desconocido, el público consagrado desaparece. El artista es el primero en transformarse, y, con él, el público deja de ser una masa de acuerdo entre sí y se convierte en individuos en desacuerdo ante una nueva realidad artística".
Luego comentare de forma más extensa mis impresiones sobre la Bienal.
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