Confesión de un ex surfista

EL OCTAVO DÍA

    Para mi desgracia o fortuna nunca me desarrollé bien en el arte del surf.

    Y ahora, la altura y el peso no me ayudan: mi vieja tabla es “aérea” y solamente cuando hay temporada de olas altas es cuando me puede como antes.

    Ocuparía hoy una tabla larga, como de gringo viejo de los 60, pero sinceramente me da vergüenza ir así a la playa.

    Además hay chavos que vienen de las colonias populares que -¡quisiera saber cómo le hacen!- se consiguen tablas de tan buena clase, a pesar de que viven peor que uno.

    Y es que un deporte de adrenalina, sin reglas ni liga, porque sus adeptos lo dan todo.

    Ese es uno de los grandes misterio del capitalismo. Mientras muchas cosas que antes eran inalcanzables como los celulares, las computadoras y hasta los automóviles, se han vuelto más baratas, las tablas de surfear siguen siendo igual o más caras.

    Incluso, en puntos como Mazatlán, tardan meses en llegar cuando uno las encarga. Claro que no son juguetes sencillos para mandarlos por paquetería normal.

    Yo ya me resigné a usar Morey Bogey y mi hijo tiene el suyo propio y sabe dominarlo. Vamos a la playa solo con eso en la mano, sin toalla ni lonche.

    Ya hasta se aprendió el truco surfo de enterrar las sandalias en dos diferentes lugares para que no te las roben, mientras andas en las olas y de meter las llaves de mi Jeep abajo de una piedra.

    El surf en Mazatlán es una cultura que se pasa de padre a hijo.

    Viene a cuento todo esto por el pasado malentendido en la playa de Los Pinos. (“El cañón”, le decían los surfos de mi época).

    Parece increíble que el momento dorado para muchos surfos en esta zona es antes y después de un huracán.

    Es cuando vienen trenes de olas grandes que sí pueden a la mayoría de los jinetes de las crestas y no hay que estar tediosos minutos esperando o cazando la ola perfecta. Todas son buenas. Todo el día, sin necesidad de madrugar.

    Lo acontecido hace días fue lamentable. Entiendo la necesidad de evitar el riesgo de víctimas en el mar, pero la raza que está con la tabla de surfing tiene más kilometraje en millas náuticas que los atolondrados nadadores de Durango o Torreón que nos visitan y sí corren peligro.

    Generalmente, ahora llegan los salvavidas a sacarnos a partir de las seis de la tarde, al momento en que se va el sol, y toda persona que surfee o vaya a la playa a esa hora, sabe que al ponerse el sol es cuando se dan mejor las olas para correrlas.

    ¿No les ha tocado ver o estar con una familia en la playa que, ya se retira y, en ese momento en que las olas agarran más alegría, parece que ya siempre no se quieren ir y prolongan su estancia, aunque ya hayan guardado sus cosas?

    Bueno, pues esa es la hora mágica de los surfers: las últimas grandes olas antes de que venga la oscuridad y que aprovecha uno para correr varias. Hasta se siente algo sobrenatural en ese instante, sin recurrir a esas plantas que necesitan del fuego para llegar hasta el hombre.

    Y en ese momento llegan los de la autoridad en sus cuatrimotos, sonando silbatos y pues no hay punto de negociación.

    Hay dejar revolotear a los muchachos. Es un deporte extremo como el montañismo o el motocross. ¡Pónganse de acuerdo!

    Yo pienso que más que un certificado de la asociación de playeros de Mazatlan bastaría con que los agentes -como muchas veces lo hacen y nadie se los reconoce-, apliquen el criterio.

    Con verles el puro bronceado de los últimos tipos que estén en la playa con sus tablas, es fácil saber que son bien pata saladas y no van a aparecer flotando días después en Los Cerritos.

    Que se queden por su cuenta y riesgo. Pero también se tiene razón al pensar que el resto de la gente va a querer seguir ese ejemplo de intrepidez. Urge un diálogo y comprensión de ambas partes... sin perder el punto de equilibrio y el punto de quiebre.

    “Lo acontecido hace días fue lamentable (detención de surfistas). Entiendo la necesidad de evitar el riesgo de víctimas en el mar, pero la raza que está con la tabla de surfing tiene más kilometraje en millas náuticas que los atolondrados nadadores de Durango o Torreón que nos visitan y sí corren peligro”.
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