Salida de la técnica del hombre, en una refinada habilidad manual y llegando en ocasiones a una sublime excelsitud de expresión artística o bien como el resultado del desarrollo científico de una avanzada tecnología, la imagen es una representación visual que atrae la atención, descansando en ella, de una manera sensible, el ser espiritual del hombre.
Es una de las formas con las cuales ha intentado una comunicación de ideas, para darse a conocer a los demás, cuando la palabra oral llega a un punto en donde encuentra limitaciones para darse a los demás, ya sea por la extensión del tiempo o por el contenido de los conceptos; surgen las imágenes pictóricas o escultóricas en un afán de ser captado por los demás.
En el Antiguo Testamento, en el decálogo dado por Moisés, señalaba una prohibición en la fabricación de imágenes: “No te harás escultura, ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra, no te postrarás delante de ellas ni les darás culto”.
Viendo el texto, en su contexto, nos expresa la intención, del legislador, de quitar en la mente del pueblo hebreo la inclinación en su espíritu hacia lo representado en las imágenes, Moisés quiere, con este mandato, quitar del corazón del pueblo toda “influencia” dejada por su estancia entre los egipcios y que le hacía regresar al servicio y a un dios con el cual había convivido durante 400 años.
En la realidad el origen de tal prohibición se remonta, en su origen, a las consecuencias de la existencia del pecado en el hombre, con el cual se perdió un estado de intimidad con Dios, nublándose la natural percepción de la razón, llegando así a confundir el valor real de las cosas, convirtiéndolas en “dioses”.
El cristianismo, tomando este texto dentro de su contexto, nos dice que el culto a las imágenes se debe dirigirse a lo representado, sin quedarse en la pura representación, es decir no se venera la imagen en sí misma, sino lo que en ella se representa.
Santo Tomás de Aquino, el autor de la “Summa Theologiae”, nos dice; “El culto de la religión no se dirige a las imágenes en sí mismas como realidades, sino que las mira bajo su aspecto propio de imágenes que nos conducen a Dios encarnado. Ahora bien, el movimiento que se dirige a la imagen en cuanto tal, no se detiene en ella, sino que tiende a la realidad de la que es imagen”.
En el Antiguo Testamento, pese a la anterior prohibición, Dios ordenó la institución de imágenes, como la serpiente de bronce, mencionada en el libro de los Números o los querubines colocados sobre el Arca de la Alianza, estas imágenes eran una forma de conducir la historia de la salvación hasta el Verbo Encarnado,
En las primeras comunidades cristianas, apareció la imagen del Buen Pastor, para representar a Jesús, después apareció el Cordero Pascual y varias imágenes representarían los pasajes de su vida, como se puede constatar en la actualidad en restos arqueológicos, como en las catacumbas de Santa Priscila, que datan de la primera mitad del siglo III.
La iglesia venera las imágenes de Cristo de la Santísima Virgen y de los santos, de la misma manera como entre nosotros mostramos respeto y veneración a las imágenes y a los objetos de nuestros seres queridos, aunque de antemano sabemos que no son ellos, nuestro sentimiento de afecto nos los hace presentes.
El culto de veneración a las imágenes no es contrario al texto bíblico del Antiguo Testamento, solo es necesario tener presente la infinita distancia entre el sentido de venerar y el de adorar, este último está reservado sólo a Dios, pues solo el puede ser adorado; “En Espíritu y en Verdad”.