La superficie del océano se extiende hasta perderse en una imaginaria línea en donde confluyen cielo y mar, el continuo movimiento del líquido elemento parece disminuir a la distancia, ante la tenue luz de un cansino sol aprestándose al nocturno descanso, decorando el atardecer con violáceos y dorados matices.
La mirada contempla la natural escena cual simbólica imagen existente en la materia viviente, que nace, crece y muere y por un profundo misterio vuelve a la vida. La esperanza surge en el momento del atardecer, porque un nuevo día siempre habrá de resurgir.
Sin contemplar la escena, las gentes alrededor transitan, ocupando su mente en diferentes quehaceres, mientras el nostálgico adiós del día es iluminado con el resplandor de la esperanza.
La solitaria gaviota ha surcado el pálido azul celeste hacia una desconocida dirección, una repetida visión desde tiempos ya pasados, pero con la renovada novedad del cada día, sobre un palpitante océano que en su superficie no se revela la pletórica vida oculta en su interior.
Se despierta el éxtasis, inundando el alma de relajante tranquilidad, inspirada en la contemplación de la divina obra convertida en materia, la imaginación hace un alto abarcando el tiempo en su totalidad, es un instante con sabor de eternidad.
El drama de la vida, con sus alegrías y sus tristezas ocurridas en tiempos cercanos y lejanos a la vez, llega a la memoria en un ambiente pletórico de interna quietud, ofreciendo una nueva visión de lo ya mil veces repetido, es el palpitar del divino don de la vida.
Es la visión de Dios siempre presente en el mundo material, en continuidad monótona, es el pasar del tiempo en un mismo lugar, con renovada vitalidad, reflejándose en las aguas del mar, siempre las mismas y siempre nuevas.
Las preguntas surgen; ¿Qué es la vida? ¿Qué es el amor? Ignorados por muchos, pero siempre buscados, aun cuando la ruta para su concepción tenga muchos caminos, apuntando en distintas direcciones.
La mirada, impulsada por el pensamiento, trasciende el espacio tiempo, para ir al encuentro de aquel quien, siendo Dios, se hizo hombre para convertir al hombre en Dios, un acto de amor profundo recordándonos que Él es la vida dándose en el amor, para que el hombre sepa dar vida dando amor.
El instante pasa en el despertar del éxtasis, el mundo real sigue estando ahí, invadido por el aturdimiento del ruido y la febril actividad, en un afán de interpretar y dar sentido, valiéndose aun de argumentos de una seudoteología, al valor del supremo mandamiento del amor.
El momento del atardecer con la belleza de su colorido paisaje ha hecho posible la contemplación de un lugar en donde no está presente la rivalidad entre la ambición y la generosidad, entre el pusilánismo y el heroísmo, un lugar con la sola visión de construir un mundo en donde se pueda, algún día, vivir sintiéndose todos como hermanos y serlo de verdad.