"Crónicas de Monsiváis"
Cuauhtémoc Arista
"¿A dónde vas que más valgas? Suspende tu vuelo a paso de rueda, automovilista; respira, peatón, el aire contaminado de la Historia. Al llegar a este ámbito, de doscientos metros de norte a sur y de oriente a poniente, lo quieras o no, y por muy abstraído o acelerado que te encuentres, serás lo insólito, el viajero, la viajera, alguien distante de la prisa instamatic del turismo, alguien que, aun a pesar suyo, recupera en el Zócalo la mirada histórica", escribe Carlos Monsiváis en la mejor vena de Alexander von Humboldt, de Alfonso Reyes.
No quiere únicamente abordar los temas del canon popular en los medios de comunicación, "Amor perdido", "Escenas de pudor y liviandad", "Los rituales del caos", eso ya lo hizo con la misma fortuna que sus ensayos sobre poetas, el prólogo a su antología "La poesía mexicana del siglo XX", sus ensayos sobre Ramón López Velarde, Jaime Sabines y Salvador Novo. También ha dedicado su agudeza crítica al arte y a ese subgénero de la farsa que es la política nacional.
En su nuevo libro de crónicas y ensayos, "Apocalipstick", México, Debate, 2009, Monsiváis explora la vida pública de México. Sobre todo, se concentra en la capital, donde se acumulan los ánimos y las perspectivas del País con tal intensidad que se desbordan en las calles como manifestaciones, en las pantallas como sueños diurnos y en los diarios como noticias de nuestros días preapocalípticos.
Como no está ansioso por descubrir claves fijas de la identidad mexicana, como célebres escritores pretendieron antes, el cronista privilegia la observación y los testimonios por encima de las conjeturas, aunque éstas le sirven, al igual que las parodias y las paráfrasis, para volver de revés los puntos de vista convencionales y encontrar las costuras ocultas de los hechos.
Monsiváis piensa con la mirada, colecciona detalles como si fueran ladrillos del muro de Berlín que le sirven para demoler otros muros, repasa los boleros y los himnos guadalupanos para ofrecer una interpretación nada romántica y por eso desentonada, o disidente, de los mismos, recuenta las historias que escucha, y lee entre líneas el discurso oficial de los conductores de televisión o el discurso oficioso de los funcionarios.
Como se ve, el escritor, él mismo incorporado al folclor urbano sin demasiadas protestas, sigue actualizando los temas en los que es experto y los cuales ha contribuido a legitimar intelectualmente: desde la biografía de Paquita la del Barrio y la monografía no autorizada de Polanco hasta la diversidad de movimientos sociales que convergen en las calles del Centro Histórico, que puede ser también el centro histriónico del País.
A diferencia de libros anteriores, esos temas no constituyen el fin del escritor: ahora funcionan como marcas para una incisión más abarcadora en el Tema: su tiempo, el actual, y su espacio, el urbano. Como buen cronista, Monsiváis no persigue una visión clara y totalizadora de su objeto, sino al contrario, resalta lo dinámico, delirante y contradictorio que hay en el universo urbano, debido a sus infinitas particularidades.
¿Qué ve y escucha en la ciudad su rendido cronista? Los claxonazos y la sublimación de las ideas en pleno embotellamiento vial en forma de koans, los pregones, chismes y discusiones truncas en el Metro, coros de protesta, música de antes y de hoy, susurros nocturnos, esto es un asalto... "Suena a lo que sea su voluntad, patroncito".
La lógica de Babel
Los capítulos de "Apocalipstick" se suceden con un criterio cronológico y temático. No es una obra lineal, pero la cohesiona esa conciencia catastrofista y estética que describe bien la fase actual de la sociedad del espectáculo.
Una de las razones por las que Monsiváis no busca presuntas esencias de lo mexicano es que ha sido un testigo privilegiado de los cambios que, paradójicamente, aseguran la permanencia de los dos ejes míticos: el caos, traducido en anarquía, y el orden, basado en que nada ni nadie es fiel a sí mismo. En este sentido es ejemplar la conclusión de "La Fiesta del Milenio":
"El Zócalo, el Estudio A de la Historia...
"Campanadas. Fuego. Rumor de la melancolía. Expectación. La gran multitud en la que participo desde las ventajas de un balcón en el hotel Majestic ve el espectáculo como si fuera un programa de televisión. Si alguien quiere monitorear basta con desviar la mirada. La globalización nos invade y el localismo nos infunde satisfacción. Cada uno hace el recuento de 'las tumbas en el alma'. Muchas felicidades. Que todo siga igual para que sepamos sin lugar a dudas que estamos en el nuevo milenio".
Es un participante de la comunión momentánea que aporta la versión disidente, y también, como obliga la delirante lógica de los signos subvertidos, un promotor de las causas disidentes que se aparta de ellas cuando se convierten en ortodoxias o se vacían en pura retórica, tan sólo por nostalgia de la propia disidencia.
En el capítulo 12, "Cartografías disidentes en la Ciudad de México", el autor reconoce el espacio que han ganado causas democratizadoras, políticas, gays, feministas, protestantes, ecologistas, de las cuales él ha sido un importante legitimador intelectual. Este compromiso, asumido de forma crítica, lo distingue de la mayoría de los cronistas, que narran desde un punto de vista pretendidamente neutro y concentran su originalidad en el estilo.
Quién sabe si esa distancia sea buena, lo cierto es que Monsiváis se lanza de cabeza en la corriente subjetiva y obtiene observaciones de una fidelidad periodística, pero cargadas de intuición, que el lector reconoce.
"En el Metro se esmeran los silencios. No se trata de silencios combativos, hostiles, agresivos. Son, y que nada los perturbe, silencios que depositan su elocuencia en un hecho fundacional: si no se piensa nada en el transporte, más pronto se llegará a la meta y se recuperarán las palabras.
"Para quien sepa ver y oír, así vaya prensado entre cien mil cuerpos, el Metro es la alegoría del Mundo felizmente suspendido entre la estación Génesis y la estación Apocalipsis".
La misma cualidad se encuentra en su atisbo dentro de un table dance:
"Aislado, el cuarentón fija la mirada con tenacidad incomparable. Como todos, es criatura de las apetencias devoradoras, pero la falta de control acrecienta la sinceridad de su semblante. La apetencia no nada más lo resquebraja, también lo vivifica. En el mundo posfreudiano la líbido no engendra complejos, sino, más bien, crea vínculos amistosos con las frustraciones. Quién quita y los traumas son la única familia absolutamente leal que nos queda".
Como se ve, el escritor no se impone el papel de espectador objetivo. Tampoco tiene que elegir entre la crónica, el ensayo y la fábula, aunque en este libro hay muestras de esos géneros en estado, digamos, puro.
Los primeros capítulos consisten en crónicas históricas de la modernidad mexicana, con especial énfasis en la construcción del espacio urbano y la transformación cultural que implica. Para dar imágenes vívidas de la década de los 40 y hasta los 70, Monsiváis recurre a diálogos de cine y televisión, a testimonios autobiográficos, a los boleros que hicieron épocas en la radio, a la algarabía callejera como declarante privilegiada. Por este despliegue erudito no puede afirmarse que se trate de una visión desde la cultura popular, sino a través de ella. Y a veces un poco en contra de ella: la sutileza desnaturaliza el albur, el chisme pierde su deliciosa volatilidad con esa ironía de alto octanaje.
Son destacables como crónicas políticas "Las largas marchas", sobre la elección presidencial de 1988, "2001: 'Nosotros somos la puerta'", acerca del movimiento zapatista, y "La Marcha del Silencio: contra el desafuero de López Obrador". También el relato sobre la instalación masiva de Spencer Tunick el 6 de mayo de 2007: "El Zócalo en cueros". Están destinados a incorporarse en el relato histórico del País como sus diversos textos sobre la matanza de 1968 en Tlatelolco y sobre las reacciones de la sociedad civil tras el terremoto de 1985.
En cuanto a los ensayos, hay varios, cortos y memorables como "Variedades del México Freudiano", donde Monsiváis describe cómo las categorías del psicoanálisis de Sigmund Freud, reducidas a un esquema básico para su divulgación, fueron incorporándose al lenguaje cotidiano y desplazaron a los valores del conservadurismo católico, al que llama el México Ripalda. Por supuesto que no se trató de un cambio de léxico, sino de un giro cultural de gran magnitud que determinó las dinámicas familiares, de convivencia social y de consumo.
En "La tradición habitacional", el espacio urbano aparece despojado de su encantadora malicia: queda sólo su esqueleto de edificios que han crecido al buen o mal entender de los gobernantes, al gusto cambiante de los arquitectos de las élites y según las posibilidades, ínfimas o nulas, de la inmensa mayoría de los pobladores que apenas si tienen techo.
En la fealdad de la megalópolis, Monsiváis ve "el sentido de provisionalidad que se desprende de la ausencia de propósitos estéticos, algo por lo demás lógico: gran parte del carácter homogéneo de lo urbano se deriva de la prisa por habitar donde sea, de la escasez abrumadora de recursos".
Y de nuevo, estas categorías se vuelven claves para caracterizar, no definir, a los habitantes de la Ciudad de México, pero sólo provisionalmente y en cuanto se refiere a estas tradiciones de urbanización:
"La vivienda: el Santo Grial de los nuevos antiguos. El suelo: la utopía, no hay tal lugar. Los servicios: el aprendizaje de la ciudadanía. Los marginados sobreviven precisamente porque lo son, porque se instalan en medio de la escasez o de la ausencia de recursos, allí donde no existe la santísima tetralogía de los civilizados: agua, electricidad, transporte, drenaje".
Las fábulas
En la vertiginosa escritura con la que Carlos Monsiváis intenta capturar los reflejos de la sociedad cambiante, sus instrumentos más eficaces son la parodia, la paráfrasis o el llevar a los extremos la alucinante lógica del sentido común o de las semiverdades oficiales, que así muestran el cobre.
Otro de sus instrumentos se convierte en toda una vertiente crítica: la fabulación. En "Apocalipstick" está presente en las "parábolas de la sobrevivencia", cuyos personajes traban espinosas relaciones con el entorno urbano debido a sus ideales de riqueza y poder, así como sus expectativas en los medios de comunicación: anhelan que éstos les presten un poco de existencia pero a la vez les garanticen el derecho a sus "quince minutos de anonimato".
No sólo estos breves relatos pueden considerarse fabulaciones. En los ensayos y en las crónicas de Monsiváis aparecen personajes prototípicos, famosos o indeterminados que sólo dicen una o dos frases. Con frecuencia no se trata de individuos concretos, sino de sombras creadas únicamente para sintetizar o para desvirtuar humorísticamente una situación. Es decir, se trata de personajes que entran a proponer una antimoraleja. Claro, como se trata de una fabulación posmoderna, nada garantiza que todas esas frases sean ficticias. Después de todo, dice Monsiváis, "un sinónimo de fábulas es historias de vida".
El artificio de esos personajes de circunstancia, verdaderos extras de esta película, no es más subjetivo que el de los autores que opinan solemnemente sobre los temas que sólo les competen como mirones o que los datos estadísticos utilizados para apuntalar una argumentación endeble. A Monsiváis el recurso le funciona porque es afín a las dinámicas sociales, íntimas o mediáticas que le gusta plantear porque resumen situaciones complejas con pocos detalles.
"En la megalópolis las tradiciones se renuevan a partir de su negación y se trastornan con celeridad los hábitos de lo público y lo privado. El que no le cuenta a un desconocido las dificultades sexuales con su pareja, carece de intimidad. El que, para humillar un poco a los subordinados, no les pregunta: "¿Cuántos condones traes en tu cartera?", es un provinciano irredimible. El que después de cien experiencias sexuales en un año no se considera virgen, pertenece al paisaje de antes, cuando las paradojas no lo eran todo".
¿Cuándo fue eso? Ya desde los 80, dice, "los films que mejor urden o reinventan el 'espíritu de las vecindades' son tragicomedias con énfasis en el melodrama". El neorrealismo con lágrimas pedroinfantiles.
A este tipo de fabulación pertenece también el "Epílogo: Lágrimas de piedra en el Bicentenario (2210)", donde Monsiváis se regodea en una especie de boletín de prensa del Comité Organizador de los Festejos Luctuosos del Bicentenario de la Desaparición de la Humanidad Antigua. Claro, el principal acto conmemorativo consiste en un regocijante espectáculo de luz y sonido.
Finalmente, este libro puede leerse como un manual, organizado a la chilanga, para navegar en la megalópolis.
"De algo estoy seguro: Si hay un disc jockey del Último Día, éste será la Ciudad de México", anticipa y celebra. En tan magno evento, el maestro de ceremonias no puede ser otro que Carlos Monsiváis.
DE VIVA VOZ
"En el mundo posfreudiano la líbido no engendra complejos, sino, más bien, crea vínculos amistosos con las frustraciones. Quién quita y los traumas son la única familia absolutamente leal que nos queda".
"Para quien sepa ver y oír, así vaya prensado entre cien mil cuerpos, el Metro es la alegoría del Mundo felizmente suspendido entre la estación Génesis y la estación Apocalipsis".
"La globalización nos invade y el localismo nos infunde satisfacción. Cada uno hace el recuento de 'las tumbas en el alma'. Muchas felicidades. Que todo siga igual para que sepamos sin lugar a dudas que estamos en el nuevo milenio".
Carlos Monsivaís
De su libro Apocalipstick