Lo que la pandemia nos dejó

DESDE LA CALLE
    Como ya lo he dicho aquí muchas veces, el gobierno es el responsable de que esto haya ocurrido y de que medio millón de personas fallecieran, según los cálculos de exceso de mortalidad.

    La pandemia nos hundió en un bache de incapacidad, esto ya lo sabemos. Meses sin poder salir de la casa, cuantimás los enfermos que temían atender el doctor por el riesgo de contagio o porque sencillamente los hospitales fueron reconvertidos. Miles de citas pospuestas, pacientes que no alcanzaron a llegar a este día, no pudieron atenderse a tiempo y fallecieron. Conozco, de primera mano, por lo menos dos casos de personas que se atendían en el Hospital de Nutrición que sencillamente fueron abandonadas a su suerte y no, no lo lograron: la enfermedad avanzó y cobró sus vidas ¿habrían muerto si hubiesen podido atenderse a tiempo? Es una pregunta llena de dolor y amargura que exhibe los trágicos saldos de la pandemia en nuestro país.

    Estas pérdidas deberían sumarse a las fatales consecuencias de no haber contenido al virus, haberle permitido que se extendiera ocasionando así la expansión hospitalaria y por ende, la restricción en los servicios públicos de salud. El costo es enorme para todos aquellos que durante más de un año dejaron de recibir sus tratamientos y debiera contabilizarse como una más de las catástrofes que nos habrá dejado la estrategia de la Secretaría de Salud.

    Como ya lo he dicho aquí muchas veces, el gobierno es el responsable de que esto haya ocurrido y de que medio millón de personas fallecieran, según los cálculos de exceso de mortalidad. Es un saldo trágico e inaceptable que no deberíamos olvidar, sino someter a una revisión independiente, que pueda fincar responsabilidades. En otros países, ya se habla de “pandemicidio” para describir las acciones de gobiernos que permitieron que sus poblaciones se contagiaran, fueron criminalmente negligentes. No hay algo que pueda llamarse “éxito” en lo ocurrido en nuestro país y la vacunación, aunque en marcha y más o menos exitosa, no repara la tragedia que nos ha ocurrido.

    A pesar de la alegría que puede traernos la vacunación, quienes hemos vivido este tiempo, en menor o mayor medida, nos enfrentaremos a las consecuencias de la pandemia. Ojalá acabaran al tiempo en que pinchan nuestro brazo... la verdad, sin embargo, es que nos perseguirán por un largo tiempo. Pérdidas de patrimonio, de familiares y amigos, de trabajo, y demás calamidades no terminan por decreto. Nos costará tiempo recuperarnos, y a muchos, rehacerse tras la tormenta. Depresión, ansiedad, desesperanza. Con todo ello tendremos que seguir viviendo, heridas que tendrán que ir cerrando con el paso del tiempo. También, tendremos que redescubrir lo que ha ocurrido con el país. Y ahí pienso en todos los cambios (o destrucciones) que el Presidente López Obrador llevó a cabo durante estos meses ominosos de enfermedad y aislamiento que, como sabemos, le vinieron “como anillo al dedo.”

    Me refiero a la disminución radical del presupuesto (del 75 por ciento en la Secretaría de Cultura, por ejemplo), la destrucción de los fideicomisos, entre ellos el Fonca. La vida cultural, mermada y francamente inexistente, es muy probable que continúe en coma, rumbo a su extinción. Artistas sin trabajo, sin oportunidades, y, siendo horrorosamente realistas, sin visos de mejorar, cuando el presupuesto fue prácticamente desaparecido. O sea, al gremio le llovió sobre mojado y le seguirá lloviendo, sometido a la catástrofe política del obradorismo.

    En cuanto la pandemia se termine (y aún es muy incierto saber cuándo podría ocurrir), constataremos que el desierto continúa: las instituciones, federales y estatales, sencillamente no tienen dinero. Eso sí, tendremos, los capitalinos, una obra en marcha en Chapultepec, como el gran proyecto cultural del gobierno de López Obrador, obscenamente centralista.

    Nos enfrentaremos, pues, con que la terrible “austeridad” de López Obrador, decretada con total alevosía durante la pandemia, no era una anomalía de la emergencia, sino una política ejecutada contra el arte y la cultura, que para él significa un gasto oneroso, susceptible de ser recortado. Esta se hará patente cuando las actividades puedan retomarse y nos encontremos que los artistas, gestores, y miembros de la comunidad cultural siguen sin trabajo, al borde del abismo, si no es que no han caído ya, incapaces de mantenerse y mantener a flote la vida artística que alguna vez conocimos, fuera de convocatorias demagógicas.

    Sin dinero, las instituciones como museos, o centros culturales son meros cascarones con jardines incapaces de realizar actividades sustantivas, remunerar a los profesionales que se encargan de crear arte y cultura para ofrecerlo al público.

    Y es que, debemos recordarlo aquí: el arte y la cultura no florecen espontáneamente, de manera gratuita, como cree el Presidente López Obrador, cuestan.

    Sí, para los artistas y profesionales de la cultura, muy probablemente no habrá una recuperación post pandemia, y por ende, tampoco para la vida artística y cultural del país, excepto para los que consumen el raquítico presupuesto: los amigos y propagandistas del gobierno, ese minúsculo grupo de favorecidos.

    Si en algo coinciden los dos candidatos a la Gubernatura en Sinaloa es en apuntar hacia la responsabilidad federal cuando se les cuestiona por la violencia que consideramos está relacionada con el narcotráfico. En algo están en la razón, porque los estados tienen competencias y limitantes, y porque se requiere una estrategia nacional de pacificación que vaya más allá de los “abrazos” militarizados de la Guardia Nacional. No obstante, considero, es importante reflexionar al menos en tres aspectos para comprender desde otras perspectivas las violencias y así plantear escenarios y acciones posibles desde lo local. En las siguientes líneas desarrollaré algunas ideas sobre una primera reflexión (que no es del todo mía, y no es nueva), y en las próximas semanas continuaré en interacción con algunos lectores que amablemente comparten sus opiniones en mi dirección de correo electrónico.

    El primer aspecto que pongo a consideración es nuestra percepción de que la causa insoslayable de las violencias en Sinaloa está en el narcotráfico. Si bien es cierto, observamos que la producción, traslado, venta y otras actividades de índole económicas relacionadas con las drogas tiene una larga historia en nuestros territorios, interactuando con múltiples procesos sociales, culturales y políticos, también lo es que una larga lista de funcionarios, y también académicos, ponemos el dedo en el narcotráfico como un diablo gigante del que emana toda forma de corrupción y, en las palabras favoritas “el deterioro del tejido social”. El narco corruptor integra a los jóvenes en sus filas, compra conciencias públicas que antes eran blancas, genera maldad y perdición. No, no es una defensa. No podría serlo frente a las familias que han perdido a sus hijos y que además no pueden regresar a sus comunidades ocupadas por grupos armados. Más bien planteo que es hora de aceptar nuevos retos en las interpretaciones de las violencias y en su identificación.

    El discurso en torno al narcotráfico en la narrativa sinaloense, política, periodística y académica, ha recibido algunos señalamientos por cierto reduccionismo en la interpretación de problemas complejos y también porque aceptamos supuestos como base de nuestros análisis, y así de los planteamientos en acción pública. Desde esta última, se conciben los problemas de seguridad como irresolubles, puesto que se considera que la causa (una) y solución está fuera de las capacidades del gobierno, sobre todo de los gobiernos locales.

    Recientemente un grupo de académicos que integran el proyecto de investigación Noria (Noria Research) en su estudio sobre el cultivo de la amapola en México destacó un “sesgo selectivo” en la asociación entre mercados ilícitos y niveles de violencia. Como parte de sus objetivos, se preguntan si la producción de amapola ocasiona violencia o es más bien la política pública de persecución la que impone tensión, conflicto y violencia.

    En esta mi primera columna de regreso a “Desde la calle” quiero aceptar esta provocación de Noria para invitar a que replanteemos nuestra visión de la historia violenta en Sinaloa. Para esto, es necesario recurrir a estudios sobre el homicidio y disputas violentas en la región en los inicios del Siglo 20 y antes, de la especialización económica en las décadas de 1940 y 1950 en dos mercados para la agricultura: el legal y el ilegal, así como su paulatina interacción, y la articulación de un “carácter de lugar” conformado a través de esas especializaciones que derivan en tradiciones ligadas al territorio y sus geografías físicas y sociales.

    Estudiar las violencias en Sinaloa sacudiendo sesgos, desde diferentes disciplinas, y con la intención de generar nuevos abordajes, es una tarea urgente. Es urgente porque necesitamos cambiar los paradigmas desde los cuales pensamos el problema y buscamos (o no buscamos) soluciones.

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