Una de las responsabilidades del Estado mexicano es la de garantizar que los centros penitenciarios operen con apego a la legalidad y en un entorno seguro, pese a los niveles de peligrosidad que puedan tener algunas personas privadas de la libertad. Y no está cumpliendo.
Y no cumple, porque como se ha documentado al menos en las últimas semanas en Sinaloa, cualquiera con capacidad puede ingresar armas a los penales y las consecuencias no han sido más que mostrar como un logro lo que ha entrado de manera ilegal al interior de los centros de reclusión.
No cumple el Estado porque el castigo que deben recibir quienes han infringido la ley no se diferencia de la vida que llegó a tener fuera: equipos celulares, televisiones y hasta equipos de internet inalámbrico
No han cumplido porque en el interior de los penales de Sinaloa se comercia lo mismo que las fuerzas de seguridad combaten en las calles: drogas y alcohol.
Lo ocurrido este miércoles en Culiacán, en el Penal de Aguaruto, debiera ser un parteaguas en la manera en la que las autoridades aspiran a administrar las cárceles. O dejan que las cosas se mantengan igual, con las complicidades con el crimen organizado y el riesgo potencial de una desgracia mayúscula, o hace una transformación completa para que un centro como ese cumpla con su propósito.
Y sí, es cierto que lo que ocurre en Sinaloa no es algo ajeno a lo que ocurre con otras prisiones de México, pero algo se debe hacer para que la delincuencia organizada deje de operar como lo ha estado haciendo también en las calles.
Tal vez una de las medidas más inmediatas podría ser lo que plantea el Consejo Estatal de Seguridad Pública: que las personas privadas de la libertad consideradas de alta peligrosidad sean trasladadas a penales federales.
Quizá esa medida no es suficiente para restablecer la seguridad y el propósito de los centros de reclusión en la entidad, pero podría ser un primer paso para demostrar la voluntad de cambiar lo que está ocurriendo en esos sitios: quienes ahí gobiernan no son las autoridades.