En un mundo ideal no deberíamos polemizar sobre la eliminación o no de la figura legal conocida como Prisión Preventiva Oficiosa, una figura creada para mantener presa a una persona que no ha sido sentenciada.
La prisión preventiva, en México, fue creada como una herramienta para que el sistema legal pudiera evitar la fuga de un sospechoso de haber delinquido, mientras se realiza un juicio en su contra.
Hasta aquí, todo bien, el problema es que la prisión preventiva en nuestro país se ha convertido en una herramienta para encarcelar a personas, mientras sus juicios se atascan, ya sea por corrupción, incapacidad de armar una acusación o simple negligencia.
El resultado es cientos de personas viviendo en un “limbo” carcelario, años prisioneros, sin recibir sentencia o siquiera una atención legal que tienen por derecho.
Es cierto, la prisión se hizo para castigar o retener a los delincuentes, pero qué pasa cuando esas personas atrapadas en una prisión ni siquiera son culpables o se les acusa de hechos que no se pueden probar.
Ahora, si nos ponemos del lado de los jueces, la prisión preventiva les permite asegurar a una persona en prisión mientras se desahogan las pruebas, una herramienta insuperable, que permite proteger al resto de la población.
Por donde se vea, la prisión preventiva oficiosa no es dañina en sí misma, el problema es cuando la ejercen dentro de un aparato de justicia que no soporta ni la más mínima revisión y donde la corrupción impera a todos los niveles.
El Presidente Andrés Manuel López Obrador la defiende, dejando en claro su utilidad para la justicia, pero al mismo tiempo debería de ordenar que se corrijan los errores que se cometen utilizando esta figura legal.