Héctor Tomás Jiménez
Cada día que pasa estoy más consciente de que la vida es un continuo de sucesos, unos ordinarios y otros extraordinarios, que nos alimentan en nuestro proceso de desarrollo personal. Desde que empezamos siendo niños a tomar conciencia de nuestra existencia y aprendemos a distinguir las consecuencias de nuestros actos, hasta cuando estamos en el umbral de la tercera edad, nos construimos como personas y con ello, adquirimos experiencias que nos ayudan a disfrutar de la sabiduría de la vida.
Construirnos en este sentido, significa crecer en la responsabilidad de dar lo mejor de nosotros mismos a favor de los demás, es decir, madurar como personas, en tanto que dejar pasar el tiempo de nuestra existencia sin cultivarnos como seres humanos y sin mantener relaciones de compromiso y filialidad con nuestros semejantes, nos llevara inevitablemente, al final de nuestra vida, a darnos cuenta que solo envejecimos, ya que podremos notar las arrugas que marcan las líneas del tiempo de nuestra edad.
La vida implica crecimiento y este crecimiento se da en el tiempo, que al fin y al cabo, es el juez implacable que nos permite advertir los cambios que inevitablemente va sufriendo nuestra humanidad; nuestro cuerpo en lo físico y nuestra conciencia en lo emocional, ambas vertientes deben crecer en paralelo, pues de lo contrario, lejos de madurar, solo envejecemos, lo que significa que muchas personas sélo envejecen sin madurar.
Saber envejecer es aprender a conservar la vitalidad del alma y del espíritu, la jovialidad de nuestro rostro y el entusiasmo por la vida. Esto es un privilegio de quienes cultivan el optimismo y dedican su tiempo a aprender cosas que los enriquecen como personas. ¡Son quienes nunca tienen tiempo para cosas superfluas ni negativa!
Envejecer de esta manera significa crecer como un árbol de manzanas, que alcanza su madurez dando frutos, los que a su vez cuando maduran, son aprovechados, pues sirven de alimento para el espíritu de otros y al mismo tiempo, generan semillas que hacen que perdure la especie.
Muchas personas desperdician su vida en banalidades, y se dedican a destruir la reputación de otros sembrando insidias, resabios y malentendidos, sin darse cuenta que llegarán a la y tercera edad siendo inmaduros y que el envejecimiento tan sólo les habrá traído arrugas en el cuerpo y en el alma, y al final de su vida, se sentirán vacíos y sin frutos, pues no habrán madurado y sus acciones serán intrascendentes. La vida para ellos no tiene sentido real, pues terminarán recibiendo sólo lo que se acostumbraron a dar.
Podemos ver alrededor de nosotros que algunas personas han tenido las mejores oportunidades y las han desperdiciado, en tanto que otros, a pesar de tener muchas dificultades han sabido salido adelante. Aquellos dejaron pasar el tiempo y envejecieron sin madurar, en tanto que los otros, maduraron sin envejecer pues mantienen la alegría de vivir.
Al respecto, recuerdo que hace algunos años, conocí y traté a una persona que a pesar de su edad cercano a los ochenta años, mantenía un optimismo extraordinario, cuidaba su cuerpo con ejercicio y cultivaba la mente con lecturas productivas, además de que le gustaba escribir y lo hacía bastante bien y con agudo sentido crítico reflexivo. En cierta ocasión, en amena charla de café me dijo: ¡Empezaré a sentirme viejo cuando me salgan arrugas en el alma! Recuerdo esto, porque si no conseguimos madurar sin envejecer, la vida no habrá cumplido uno de sus objetivos. Esta es la diferencia entre la realización interior que trae la trascendencia y el fracaso o vacío al final de nuestros días.
Cada arruga, cada línea de expresión en el rostro, cada cabello plateado deberán ser mostrados con orgullo, pues son como un símbolo de la sabiduría adquirida a lo largo de los años. Así, la vida no habrá sido en vano y serán como los caminos y huellas que se dejen en el mundo para que otras personas las sigan.
Si en el proceso de nuestra vida se dejan huellas a seguir, nunca seremos olvidados, la vida continuará después de haber dejado nuestras huellas labradas en piedras y nuestras semillas se expandirán por siglos, en cambio si sólo hemos envejecido sin haber madurado, las huellas que dejemos serán grabadas en arena y, cuando llegue el viento, desaparecerán para siempre y pronto seremos olvidados. ¿Estás de acuerdo? JM, Desde la Universidad de San Miguel.
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