Geovanni Osuna
Lo dijimos en una entrega reciente: la crisis en nuestro país tiene muchas aristas, que van desde económico, hasta lo político y lo moral. No necesitamos ser especialistas para darnos cuenta de la pérdida de valores en la sociedad, lo que afecta de manera drástica una sana y armoniosa convivencia en las relaciones sociales.
Lo anterior se confirma con las actitudes que viene asumiendo el Gobierno Federal al tratar de imponer reformas constitucionales por medio del Congreso de la Unión sin el consenso social, aplicando una mayoría simple en las cámaras legislativas, sin importarles contar con la aprobación de la sociedad civil.
Lo que está provocando que la irritación de la población por este hecho se agudice, produciéndose un justificado abstencionismo electoral por parte de los ciudadanos, al comprobar que los legisladores electos desdeñan los intereses de los electores y priorizan los de las mafias económicas y políticas.
En este sentido, el voto representa la decisión suprema del ciudadano, y la manera en que cívicamente expresa sus anhelos y deseos, también sus frustraciones y decepciones políticas, que se manifiestan, concretan y depositan en forma de papeleta en la urna. Es decir, el voto también es resultado de un proceso sociocultural y político. En este sentido, refleja al propio votante: su pasado, su presente y su futuro.
El voto es un acto cargado de significados, que nos muestra en su orientación costumbres, hábitos, preferencias, filias y fobias políticas, o sea el voto de cada ciudadano es la expresión de su condición de ser humano, la oportunidad de decidir si continua con lo mismo o rechaza lo existente, incluso con su silencio, que puede ser su abstención o anulación del voto.
El comportamiento de los gobernantes ha estado por debajo de la expectativa ciudadana. Lo venimos viendo de manera tangible a nivel federal al igual que en los congresos locales, pues ya electos los supuestos representantes funcionan como amanuenses del ejecutivo. Mientras las desigualdades y la corrupción se arraigan en el país entero, con la complacencia de la clase política derechista que detenta el poder desde hace tres décadas.
Lo hacen con el cinismo más abyecto, ignorando de manera proverbial el sentir de la gente, como si en el país prevaleciera un apoyo unánime a los estropicios que se vienen dando en las funciones de gobierno, actitud que no favorece el espíritu de unidad que requiere la patria. Y no nos referimos al Pacto por México, nos referimos al deber de los políticos de encausar las reales necesidades populares.
El pueblo demanda que se corrijan los males que se vienen padeciendo en lo económico y en el tema de la seguridad, esa exigencia es unánime, sin distingo de color político; basta con observar a la barbarie con que actúa la delincuencia, como ocurre en la sierra, en alguna colonias de las principales ciudades de Sinaloa, en algunos lugares del estado que todos conocemos; la necesidad de seguridad es un sentir generalizado por más que los gobiernos traten de soslayarlo.
El presidente Peña Nieto se esfuerza por vendernos una falacia más como resultado de sus reformas, es el mismo discurso del salinato, por más que tratan de disfrazarlo, el pueblo no se traga esos infundios ni esas promesas que ya tienen treinta años de que con las reformas estructurales (léanse, neoliberales) ahora sí llegarán las inversiones y el empleo para los mexicanos; jamás aceptará esas falsas promesas con sus privatizaciones de los bienes del Estado, que resultan terminar en las manos de los oligarcas nacionales y extranjeros.
Pero lamentablemente, hoy podemos afirmar que lo único que se ha producido con el modelo que ha implantado el gobierno es ampliar la pobreza en sectores que antes tenían una económica estable, hoy han ingresado a las filas de los que menos tienen, como consecuencia de la concentración de la riqueza del país en unos cuantos potentados.
Las desigualdades económicas, sociales y culturales están directamente relacionadas con esta situación. Es una característica de la dinámica del capitalismo y no se le ve solución; sólo existe una posibilidad de mitigarla a partir de políticas públicas serias, sin sacrificar el patrimonio de la nación y pensar en el bien superior de la mayoría por sobre la cúpula del poder. Esto último resulta utópico pensarlo con el actual gobierno priista.
Entonces hay dos opciones que tienen los gobiernos: gobernar para los más o gobernar para los menos, o de otra manera gobernar para someter al capital y regularlo, o gobernar de manera subordinada al capital. La primera es una fórmula que podría calificarse de moral, la segunda de inmoral.
Los gobiernos mexicanos, desde hace años han reconocido que los principales desafíos del país son el abatimiento de la pobreza extrema y la desigualdad económica y social entre los diferentes estratos de la población.
Sin embargo, incluso con sus propias cifras, derivadas de los estudios del Inegi, se ha demostrado que la población con ingresos menores a dos salarios mínimos sigue siendo un poco más de un tercio del total, en tanto que la concentración del ingreso ha aumentado en los últimos años.
En otros términos, en 1982 el salario mínimo alcanzaba para comprar unos 50 kilos de tortillas, hoy apenas alcanza para cinco kilos. Proceso de depauperación relativa le llamaba Marx, y no se equivocó.
La ONU nos habla de un panorama terrible al decir que es imposible que 2 mil 800 millones de personas que viven con menos de dos dólares diarios puedan igualar alguna vez los niveles de consumo de los ricos. Éstos, los verdaderos ricos, constituyen uno por ciento de los habitantes del planeta y concentran 90 por ciento de su riqueza total.
Por ello México no puede seguir esperando que la riqueza haga su obra de caridad, se necesita un cambio hacia una sociedad más justa, con acuerdos razonables, pues las desigualdades, la violencia y el desamparo sólo conducen a un abismo social, donde nadie puede predecir lo que ocurrirá mañana.
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