Uno de mis secretos peor guardados es que no soy mazatleco, sólo presumo de serlo. Nací en el DF y pasé mi primera infancia aprendiendo a añorar la tierra en que no había nacido, como práctica de herencia paterna.
Veníamos los veranos, no sé si todos, no sé si unánimemente, a Mazatlán. Recuerdo que visitábamos al tío Adrián, a quien le gustaba contarnos las historias de su hermano Fernando, mi abuelo. Me acuerdo que se sentaba en la sala, detrás de un timón que hacía la mesa de centro, y que en el patio había un árbol de guanábanas que la tía Tuchi despulpaba con las manos.
Recuerdo el mar, frente al Hotel Playa. Me recuerdo corriendo entre las sombras porque la arena quemaba, y sentándome en el suelo, porque las sillas de playa quemaban aún más. Soñaba entonces con las islas, que eran las únicas que había visto en mi vida, y me imaginaba que detrás de sus cerros se extendían países completos, celosamente guardados de mi vista.
Como buen sino, me acuerdo mucho de la comida. Íbamos al Doney, a donde se desayunaban los domingos, y era el lugar más elegante del mundo.
Comíamos en Cerritos, bajo estricta búsqueda de espinas. A la fecha aún me asombra la habilidad con que el señor de los cocos blande su machete.
Y cenábamos en El Túnel, a donde mi papá visitaba con mucho cariño a una señora que fue nana de mi abuelo, y al que llamábamos el túnel del tiempo, porque se tardaba tanto en servir. Yo pedía Tonicol o refrescos de naranja, y tomaba tantos, que me daba vergüenza y los escondía debajo de la mesa. Pedíamos raspados de leche quemada y nos comíamos los chiles güeros con tostadas. Rara vez quedaba apetito para los platos inmensos, rebosados de lechuga, del Asado a la Plaza.
El Asado a la Plaza debe ser el hermano de en medio de la comida sinaloense, ignorado entre mariscos y jamoncillos, entre pescados zarandeados y coricos, entre machacas, tamales barbones y nanchis con chile. Si alguno merece, sin embargo, llamarse sinaloense, es este plato de carnes fritas, tapado de verduras, que las mamás de esta tierra preparan sudorosas en las cocinas.
Sin el manjar del mar y su liviandad cocina con limón, el Asado a la Plaza mira al pasado agrícola de Sinaloa y lo corona con su variedad. Aguacate, zanahoria, calabaza, cebolla, repollo, papa, tomate, ajo, chiles güeros y alteraciones personales, pasan de la cocción a la fritura, del cuchillo a la licuadora, en un plato complejo, rico, completo, poderoso.
Recuerdo que me tomaba el jugo de tomate, que venía en minúsculas jarritas de metal, y empezaba la titánica tarea de comer la orden. La gula servía de trance para convertir el placer de comer en aniquilación de la comida. Salíamos adoloridos a caminar por la Plazuela Machado, que en aquellos tiempos carecía de cuidados. Nos asomábamos a las catacumbas del semiderruido teatro y leíamos las leyendas de Ángela Peralta, que papá se apuraba en desmentir.
La mayor gracia del Asado a la Plaza es que, a diferencia del resto de la comida sinaloense, que depende de frescura y exoticidad, puede prepararse en cualquier lado, si se tiene el esmero suficiente. Sépase que hoy, a 7 mil kilómetros de distancia, mi casa huele a fritura, pero extrañé menos mi mar.
jevalades@gmail.com