Sugey Estrada/Hugo Gómez
Para la tradición judía, el nombre de una persona no era algo intrascendente, sino que expresaba la esencia, naturaleza e historia de la persona, de dónde provenía o a lo que se dedicaba. Así, por ejemplo, a Moisés se le puso ese nombre porque fue sacado de las aguas. A Simón se le cambió el nombre a Pedro, porque es la piedra o cimiento de la Iglesia.
Hoy, no hay ningún problema si a alguien se le pone el nombre de Mónica, Raquel o Mercedes. Estas formas de nombrarlas no están ligadas a la raíz más íntima y constitutiva de su persona. Es más, se les podría intercambiar el nombre y no cambiaría nada.
Anteriormente, pronunciar el nombre equivalía a decir que se tenía dominio sobre esa persona o, incluso, que se le podría hacer algún daño o conjuro. Por esta razón, el nombre de Dios estaba formado por la unión de cuatro letras, un tetragrama, que era impronunciable, ya que nadie tiene acceso ni dominio sobre Él.
Ese Dios inasible y lejano, con Jesús se volvió visible y cercano. Por eso nos enseñó a dirigirnos a Él como Padre, con toda naturalidad y propiedad.
Siguiendo esa misma vertiente, el Papa Francisco dijo ayer que el hombre es el apellido de Dios. "Él toma de nosotros el nombre para hacer de ello su apellido", dijo el Pontífice. Y si antes, agregó, se le llamaba El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, hoy se le puede llamar el Dios "de Pedro, de Marietta, de Armony, de Marisa, de Simón, de todos. De nosotros toma el apellido. El apellido de Dios somos cada uno de nosotros".
¿Gozo de respetable nombre, como para emparentar a Dios conmigo? ¿Le conviene a Dios llevar mi apellido?
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